Supongo que a día de
hoy pocos serán los que no estén enterados de que el Tribunal
Supremo ha condenado al Fiscal General del Estado por un delito de
revelación de secretos; pero no es sobre el hecho en sí sobre lo
que versa esta reflexión, sino de las reacciones al fallo de la
sentencia condenatoria por parte de los dos partidos que conforman el
Gobierno de la nación y las de aquellos otros que, aun no formando
parte del Gobierno, lo sostienen, los llamados socios. Comencemos por
los socios: PODEMOS, IU y ERC han manifestado que la sentencia es
golpismo judicial; BILDU y JUNTS que no les sorprende porque ya saben
lo que son las sentencias del Tribunal Supremo, extendiendo el
descrédito del supremo órgano judicial más allá de esta
sentencia, hacia el infinito y más allá, y el PNV, más moderado en
el comentario o, tal vez, más calculador, se ha limitado a
manifestar su desconcierto y perplejidad, ya sabemos que estos
valerosos gudaris no son partidarios de sacudir nogales sino
sólo de recoger las nueces que caen del árbol que otros agitan.
Los
comentarios de los partidos del Gobierno, PSOE y SUMAR, han incidido,
por boca de su presidente socialista, de su vicepresidenta comunista
y de varios ministros de ambas tendencias, en la idea del golpe
judicial y han señalado que el fin perseguido es derribar al
gobierno dizque progresista, no hacer justicia y, por si no fuese
suficiente con eso, han alentado a los suyos, a su rebaño, a
manifestarse ante la sede del Tribunal Supremo y a echarse al monte
en defensa, dicen, de la democracia y la separación de poderes. No
se rían ustedes, por favor, que esto es muy serio. Claro que esto
último, lo de la trashumancia digo, me huele, más que a desahogo y
manifestación de reproche y descontento sobre lo sucedido, a
admonición, amenaza y amedrentamiento sobre lo que podría suceder
en el futuro, acción preventiva y profiláctica, sobre otros
sumarios en curso, para encauzarlos convenientemente, digamos, por
ejemplo, sin ser exhaustivos, los aferes Bego o David o Ábalos o
Koldo o Cerdán.
En
resumen, tanto el Gobierno como sus socios han acusado al Tribunal
Supremo de prevaricar, de delinquir (o como decía Chaves el nuestro,
de delincuir), de servirse de la potestad de que está
investido el tribunal no para hacer justicia sino para derrocar al
Gobierno legítimo. Es decir, la calificación que el Gobierno y sus
socios hacen de la referida sentencia es simple y abiertamente una
acusación de prevaricación, es acusar al TS de haber cometido un
grave delito.
Conviene
señalar que la prevaricación judicial, a diferencia de la
prevaricación administrativa, que es siempre dolosa, es decir, que
necesariamente ha de ser intencionada, a sabiendas de que se actúa
injustamente, o no sería prevaricación, la judicial, sin embargo,
decimos, puede ser no sólo dolosa o intencionada sino culposa, es
decir, no es preciso que la resolución judicial se dicte a sabiendas
de su injusticia sino que basta para que sea prevaricadora que su
resultado injusto devenga de ignorancia inexcusable o sea fruto de
una imprudencia grave.
Tratándose
de que en este caso el tribunal prevaricador es el Tribunal Supremo,
hay que descartar por obviedad que la enorme injusticia que le
imputan sea fruto de la ignorancia o de la negligencia. Queda sólo,
pues, la prevaricación intencionada y alevosa.
Y
esto es lo grave, lo gravísimo, de la cuestión, que el Gobierno
acuse al Tribunal Supremo de la comisión de un delito, porque si
ello no va acompañado de la presentación de la correspondiente
querella, que resolvería un tribunal conforme a la ley, nos
encontraríamos, simple y llanamente, ante un presunto delito de
calumnias. La libertad de expresión no alcanza a proteger, como es
sabido, las manifestaciones calumniosas o injuriosas. Y, más aún,
viniendo del Gobierno tan gratuita como grave acusación, el hecho no
deja de ser un golpe letal al principio de separación de poderes,
sobre el que se sustenta cualquier democracia digna de tal nombre.
El
Gobierno actúa con total impunidad, pues sabe que los magistrados no
van a promover ninguna acción penal en su defensa ante tales
ataques. Y, lo que es peor aún, y añade además un punto extra de
gravedad al asunto, es que sabe que ciertas instituciones, digamos la
Fiscalía o el Consejo General del Poder Judicial, obligadas a
defender que la independencia judicial y el ejercicio de la potestad
jurisdiccional no se vean comprometidas por los ataques e
intromisiones del Gobierno o de cualquier otro poder del Estado,
tampoco van a actuar porque, como es sabido, ¿de quién dependen?,
pues eso.
Al
cabo, lo que pone de manifiesto todo este asunto es que somos
víctimas de un Gobierno infame, que nos ha abismado en un proceso
golpista de liquidación de la democracia. Que ha colonizado y
patrimonializado todos los poderes e instituciones propias de un
Estado de Derecho. Que ha neutralizado o suprimido los contrapesos y
mecanismos de equilibrio que evitan un ejercicio dictatorial del
poder por parte del ejecutivo, incluido el monarca. Y que estamos
librando la última batalla: la toma y neutralización del único
bastión que aún no ha sucumbido ante el autócrata: el poder
judicial, los tribunales de justicia. El último baluarte, la última
esperanza. Si cae, adiós libertad y adiós España, lo poco que
queda ya de ambas.
Noviembre de 2025