UN MALENTENDIDO

 

No piense el lector que el título de esta pieza da entrada a una historia trágica, como la que anunciaba, con parecidas palabras, el irónico poema de Ángel González:

Sí, fue un malentendido.

Gritaron: ¡a las urnas!

Y él entendió ¡a las armas!, dijo luego.

Este malentendido es de otra naturaleza, menos truculento, más inocuo. Y es que esta vida moderna 3.0 que vivimos, que facilita, es verdad, muchos trabajos y alivia muchas fatigas de nuestra azarosa y pesarosa existencia, y que, también, nos exonera de la pesada carga de pensar y escrutar y constatar y decidir, es decir, de vivir, si entendemos por vida ejercer de seres libres, no está exenta tampoco de un indisociable componente de menoscabo y desprecio de nuestra intimidad; pues parece que es inherente a su esencia el hecho de hurgar indecorosamente en ella, sin que conscientemente, las más de las veces, hayamos dado pie o hayamos invitado a otros a congratularse o condolerse con nuestras dichas y pesares, o sea, a inmiscuirse en nuestros sentimientos más íntimos.

Siendo eso así, y pese a que no puedo calificarme en modo alguno de adepto a eso que llaman ‘redes sociales’ pues, siendo fanático de la libertad, cualquier red me resulta abominable, parece ser que, no obstante, hoy en día el mero hecho de transitar la existencia, aun en calidad de ermitaño, te expone o, más bien, te atrapa, de modo inevitable, en la tela de araña de alguna de esas redes.

Y así, regularmente, con una calculada frecuencia que, dicho poéticamente, como lo dijo Borges emulando al nobel John Galsworthy, se me antoja similar a aquella con que retornan las cifras de una fracción periódica, Google, haciendo de moderna divinidad, trastoca el devenir del tiempo y me devuelve a la realidad del presente lo que ya era polvo, olvido y nada; y me acompaña y guía, como hiciera la sibila cumana con Eneas en su viaje al Hades, en esta inesperada travesía por las recónditas profundidades de olvidadas dichas...o cicatrizados pesares, porque, a la postre, ¿qué sabe el algoritmo acerca de la línea divisoria de esas humanas cosas, de angustias y congojas o de sutiles y vaporosos gozos?

Pues en esa tarea suya, digo, Google me hizo recordar, o tal vez sería más apropiado decir aprender, a palos, dolorosa o amargamente, como suelen aprenderse casi todas las cosas en esta vida, pues, como dice Eduardo Mendoza, toda experiencia resulta tardía, que el maldito algoritmo goza de las potencias del alma humana, y es capaz de discernimiento y raciocinio, incluso con más rigor del que nosotros acostumbramos a usar. Digo esto porque en esta ocasión Google, haciendo ostentación de dicha capacidad intelectual, pareciera querer polemizar sobre ello y refutar mis elucubraciones acerca de su incapacidad para discernir sobre sentimientos y emociones, y pretendiera, también, burlarse sarcásticamente de mi humana ingenuidad.

Resulta que, tras largos años de reclusión doméstica por causa de accidentes y enfermedades, y de que los intentos de evasión resultaran todos ellos frustrados por la misma causa, no tuvimos más remedio que procurar hacer efectivo, para que no caducara, el regalo de Reyes, de tres años atrás, de uno de nuestros hijos: un bono de estancia en Paradores. Y así, buscamos uno cercano, a no más de dos horas de viaje, que nos permitiera un pasar relajado y apacible y la posibilidad de disfrutar de un bello paisaje y de una amplia oferta gastronómica que pudiera acomodarse a nuestro veleidoso y delicado estado de salud, y, dado el caso, volvernos a casa prontamente. Y así, decidimos irnos al Parador Málaga Golf; un hotel apartado, pero muy bien comunicado con los turísticos pueblos de la costa occidental malagueña, en un bello paraje a orillas del Mediterráneo, enclavado en las verdes praderas de un campo de golf. De todas las cosas bellas que ofrecía el lugar, como las magníficas vistas de la playa y el inmenso mar azul, donde en ciertos momentos propicios la luz lo hacía indistinguible del cielo, y donde en la apacible oscuridad de la noche algún crucero con sus festivas luces transitaba la línea del horizonte, como salido de una película de Fellini, o los alegres y traviesos y desvergonzados pajaritos, autoinvitados al aperitivo en la mesa de la terraza, de todas esas cosas, digo, al maldito algoritmo no se le ocurrió otra cosa que revivir un malentendido.

Porque nada más entrar en la habitación nos encontramos, cuidadosamente expuesto para llamar la atención sobre las demás cosas, un tarjetón con el logotipo de Paradores reposante en plano inclinado sobre una pequeña caja de cartulina blanca que bajo el sobresaliente epígrafe en negrilla y mayúsculas TORTA CARTAMEÑA seguía con la siguiente leyenda: “Dulce de sartén tradicional de la repostería española, receta recuperada del recetario popular andaluz. Bienvenidos al Parador de Málaga Golf”. Mientras yo leía la tarjeta, Ana, incontinenti, pues no le falta destreza ni intuición ni curiosidad, ya le había hincado el diente a la torta, tarea en la que, dejando a un lado la tarjeta, la acompañé gustosamente. Cuando nos disponíamos a recoger los restos del naufragio, nos dimos cuenta que al lado de la cajita de tortas había otro tarjetón, colocado más discretamente, del director del parador, que decía: “Estimado Sr. Pallarés, Bienvenidos al Parador de Málaga Golf. Disfruten de su estancia.”

¡Atiza! ,como dijo uno, nos habíamos zampado las tortas de Pallarés. Los de Cabra del pasado siglo sabrán perfectamente lo que eso implica. A los demás lectores, si hay algún otro, les diré que en el siglo pasado Pallarés no sólo pasaba por ser el hombre más rico del pueblo, sino por el mismísimo paradigma de la riqueza local. No habrá en todo el pueblo un paisano de mi generación al que, siendo niño, sus padres no le hayan espetado “¡¿pero tú te has creído que yo soy Pallarés?!, no digo ya ante la petición de una bicicleta o unos patines, sino de un helado o una bolsa de patatas fritas. A mi me contó uno que tenía el privilegio de tener en su pandilla a algunas chicas pallaresas, que hablando de esas cosas de que hablaban los hijos de la emergente burguesía franquista, esto es: mi padre se ha comprado un televisor de 25 pulgadas, el mío un biscúter, pues el mío un Seat 600, etc., dice que dijo una de ellas: pues mamá tiene ocho mil olivos, lo que le valió a partir de entonces ser aludida, naturalmente a sus espaldas, como la chochomil olivos. Incluso yo mismo he llegado a decir a mis hijos ¡que no soy Pallarés!, aunque no comprendieran ya el significado del exabrupto.

Nuestro primer impulso fue bajar a la recepción y explicar el malentendido, pero, claro, ya nos habíamos comido las tortas, apenas quedaban unos ostugos del manjar, no iban a creer que habíamos actuado siguiendo los principios del adagio latino: primum vivere, deinde philosophari, o, en todo caso, sin malicia, precipitada y atolondradamente, pero sin malicia. Por otra parte, pensé yo y me abstuve de trascender el pensamiento a la palabra para que Ana no me dijera que siempre estoy levitando, al sr. Pallarés le habrían dado otra habitación, probablemente la que me estaba destinada, y habría tenido la ocasión de saber y sentir lo que es no ser un Pallarés; enseñanza moral más rica que una torta cartameña, y más valiosa. De modo que decidimos borrar todo rastro de la infamia como si fuésemos el Fiscal General del Estado, o sea, como vulgares delincuentes, y lo tiramos todo a la papelera, las tarjetas, la cajita y los restos de la torta.

Aunque en honor a la verdad no todo fue a la papelera, me quedé con el placer, el singular placer espiritual, que gracias a la ruindad del algoritmo de Google comparto con el amable lector, de haberme sentido, aun por breve tiempo, un Pallarés. Aunque fuera un Pallarés de chichinabo, un Pallarés sin atributos, un Pallarés sin sombra, ni del sol ni de la luna, como cuentan que le dijo un paisano al senador don Luís Pallarés Delsors, cuando este le espetó, para hacer efectivo algún privilegio de los pallareses: Oiga, buen hombre, usted no sabe con quién está hablando. Soy don Luís Pallarés Delsors. Y el paisano, muy sensatamente y muy egabrensemente, le respondió: ni del sol ni de la luna, aquí semos tós iguales.

Agosto de 2025

LA DIOSA FORTUNA BURLADA POR SÁNCHEZ

 

Cuenta Quevedo en su fantástica obra La Fortuna con seso y la hora de todos -cuenta y, pese a la índole moral de la obra, es para troncharse de risa- que en cierta ocasión en que Júpiter llamó a consejo a los dioses, todos mostraron sin disimulo un mohín de disgusto, y algunos de asco, cuando vieron aparecer a la Fortuna. Digo yo que con algo de razón, pues ya debían conocer sobradamente el talante desinhibido y desvergonzado de su compañera diosa; y, en efecto, en nada quedó desacreditado tal parecer, sino más bien todo lo contrario, pues haciendo honor a su carácter procaz, la entrada de la diosa en la asamblea olímpica fue acompañada de un insolente saludo precedido de un insulto al jefe de los dioses: Oh, Jove, que acompañas las toses de las nubes con gargajo trisulco, en clara referencia a esa arrogante costumbre de asociar su imagen a la de rayos y truenos, que, no en balde, le había valido el apodo de Júpiter tonante.

Júpiter, que en su soberbia y prepotencia no podía sufrir dicterios tan groseros y descarados, poco dado a morderse la lengua y mucho a la prédica vehemente e incuestionable, respondió mordaz:

Borracha: tus locuras, tus disparates y maldades son tales, que persuaden a la gente mortal que no hay dioses, que el cielo está vacío y que soy un dios de mala muerte. Quéjanse que das a los delitos lo que se debe a los méritos, y los premios de la virtud, al pecado; que encaramas en los tribunales a los que habías de subir a la horca, que das las dignidades a quien habías de quitar las orejas y que empobreces y abates a quien debieras enriquecer.

Viene a cuento el precedente exordio porque el otro día, callejeando por el emergente barrio surgido al calor de la Universidad Loyola en el municipio de Dos Hermanas, no digamos que quedé sorprendido sino más bien abochornado ante un burdo ejercicio onanístico de la clase política municipal, al constatar que la nomenclatura de la red viaria estaba dedicada en su totalidad a honrar la memoria de los individuos de su casta; gente a la que, salvo alguna excepción, la Fortuna, de haber actuado con rectitud y seso, debería haber arrancado las orejas en lugar de colmarlos de honores. Claro que eso hubiese sido lo razonable, pero como advirtió Ayn Rand la razón es la más ingenua de las supersticiones; de modo que nosotros, ingenuos impenitentes, tenemos pues que tragarnos la paradoja como una hostia. Amén.

Pero, ya metidos en la harina de este costal, a nadie se le escapa que entre los caprichos y locuras de la Fortuna no hay otro entre todos los perpetrados contra la nación española que pueda igualarse y estar a la altura del disparate Sánchez -el déspota, el narciso, el soberbio, el mentiroso, el pulcro virtuoso, el famélico, el plagiario-, al que elevó a la más alta magistratura, y al que no derriba de su alto sitial, pese a tener sojuzgado al pueblo y secuestrada su voluntad y su palabra.

¡Borracha -le diría hoy el jefe del olimpo-, ¿cómo consientes tamaño disparate? ¿Cómo a éste, al que debías tener en una mazmorra, a pan y agua o sin darle de comer al menos hasta las cinco, lo tienes, sin embargo, en un palacio, lo vistes de armiño y lo colmas de lujos y caprichos suntuosos y voluptuosos?

Y la Fortuna, seguramente, respondería colérica en su descargo lo que ya nos anticipó Quevedo: ¡Oh Jove, aquí me acusas de algo que no he hecho. Ya te advertí en otra ocasión que si hay virtuosos sin premio y canallas enaltecidos y honrados, no toda la culpa es mía; son más los que me hacen fuerza y me hurtan lo que yo les niego que los que reciben de mí lo que no merecen. Este sujeto Sánchez es un tramposo, con tretas engañosas me arrebató lo que yo no quise darle. Es docto en trampas y engaños, ya lo tiene sobradamente acreditado.

Debió convencer a Júpiter el alegato de la Fortuna, pues su dictamen fue concluyente e irrefutable: ¡Que resuelvan, pues, los españoles las desdichas que ellos mismos se han procurado!

Pudo suceder de tal modo, pues es así como nos encontramos, abandonados a nuestra propia suerte, con un pie al borde del abismo, que las mentiras del Gran Mentiroso, esparcidas como la niebla, no nos deja ver.

Me toma una mezcla de indignación y pena cuando constato amargamente con cuánta resignación y mansedumbre, si no con cuánta suicida complacencia, una buena parte de la sociedad acepta su condición de siervo o, cuando menos, de rehén privado de libertad y de palabra.

El otro día vi dos películas -Secret People o Conspiración siniestra y Eramos desconocidos- una detrás de otra; sesión doble, como antiguamente. Pues bien, me llamó la atención que ambas contuvieran la misma cita de Jefferson: Resistirse al tirano es obedecer a Dios. O dicho de otro modo, combatir la tiranía es una obligación moral para toda persona. Porque todo ser humano lleva en sus genes el anhelo de la libertad, la vida sin libertad no es de hombres sino de bestias, como dijo Quevedo. También Cervantes llamó nuestra atención sobre eso: la libertad es el don más grande que los cielos otorgaron a los hombres.

Pienso que esa extraña casualidad bien hubiera podido ser amonestación para el presente, para no dejarnos arrebatar nuestra libertad a manos de un déspota que pretende disfrazarse de virtuoso.

LOS QUELÓNIDOS

No sé si recordarán los lectores que en la sesión de investidura el déspota que nos gobierna erigió un muro -la metáfora, no tan metafórica sino real, es íntegramente suya- entre los ciudadanos que le apoyaban y los que no. O sea, ellos y nosotros.

Emulaba a San Mateo, al que, estoy más que convencido, ni él ni su mentor y predecesor en eso de levantar muros -el Bobo Solemne y rencoroso- han leído: El que no está conmigo está contra mí. El que no recoge conmigo, desparrama, cuenta el evangelista que dijo Jesús. La intención del Perro Sánchez es en el fondo la misma que la de Jesucristo: instituir una única fe verdadera. La diferencia fundamental es que la vieja religión no prorroga su jurisdicción más allá de sus límites naturales. Pese a sus anhelos de universalidad, solo sus creyentes, feligreses o adeptos quedan sometidos a sus dogmas y mandatos. Tampoco se sirve de la amenaza, la coacción o la corruptora dádiva para atraer fieles a su causa. Por el contrario, el Sumo Pontífice Sánchez, su religión, no respeta límites ni libertades. Pese a levantar un muro entre píos e infieles, extiende su jurisdicción a ambos lados del muro, e impone a todos sus dogmas y gobierna sobre unos y otros; aunque a los unos -los hunos- los cuida y mima y a los otros los oprime y jode.

Vuelta al muro, pues; recurso de tiranos. Resulta curioso, y conviene señalarlo, que el muro de Berlín fue levantado a instancia del Partido Socialista Unificado de Alemania, y que era llamado por ellos Muro de Protección Antifascista. ¿Les suena algo?, para partirse de risa, si no fuera tan trágico el asunto.

Sánchez, pues, el nuevo profeta. De la nueva religión: el sanchismo. Con sus adeptos y feligreses muy parecidos en su incondicional lealtad y fidelidad a los cristianos. No en vano una de las acepciones de la palabra fiel en nuestro diccionario de la lengua remite, por antonomasia, al cristiano fervoroso. Así son ahora los devotos seguidores de esta nueva religión sanchista. Incapacitados para la duda, el análisis, la autocrítica, la contrición, el arrepentimiento, la corrección, la enmienda y, más que para cualquier otra cosa, para el cambio. En síntesis, unos reaccionarios, unos carcas, estos progres. Justo lo contrario de lo que se etiquetan y proclaman; como en todas las demás cosas. Hacen lo contrario de lo que dicen, y dicen lo contrario de lo que hacen. O sea, sepulcros blanqueados.

En otro tiempo -pongamos, por ejemplo, cuando ellos no gobernaban- eran tan sensibles, con la piel tan fina, que el menor atisbo de incorrección -no digo ya de corrupción- por parte de políticos o, incluso, simples ciudadanos sin responsabilidades políticas, que no compartieran su código ético, les obligaba en sus conciencias a pasar de la opinión a la acción y de la palabra a los hechos, y verse así compelidos a hacerles escraches o, incluso, agredirlos físicamente, como les sucediera a la vicepresidenta Soraya o al propio Rajoy. Su ética no soportaba la pasividad.

Sin embargo, un gobierno de malhechores: socialistas corruptos, vascos terroristas y filoterroristas o recogenueces, catalanes golpistas y ladrones, comunistas como dicen que son los comunistas, basta mirar donde gobiernan o han gobernado, no les irrita su delicada piel. Los turbios negocios de la esposa del césar, el descarado nepotismo con el hermano de las chirimoyas, los ataques a la Justicia y a los jueces que investigan sus corruptelas, su irritante falta de transparencia, la persecución de la prensa crítica, la censura, la continua escena del sofá con el que fuera (¿sigue siéndolo?) su amigo y mano derecha: ¿no es verdad, ángel de amor…?, los abundantes y permanentes, y habituales ya, escándalos de puterío (a los socialistas les fascinan las putas) entre sus mandamases, la colonización de las instituciones del Estado, su parasitismo y podredumbre, desde las más altas, como el Tribunal Constitucional, la Fiscalía General, el Consejo de Estado, etc., hasta las más insignificantes, como la Casa Árabe, a cuya ubre tiene enganchada el sátrapa a su negra; y más y más y más… En definitiva, la periclitada democracia nuestra les perturba menos que el zumbido de una mosca. Lo mismo que, según Quevedo, sucedía con los jueces: que trocaban las togas en pellejos de culebra, así les ha ocurrido a estos melindrosos hipócritas: han trocado su delicada e hipersensible piel en caparazón de quelonio.

Han ido tragando poco a poco -si no gustosamente, sí dócilmente- tanta porquería, que me parece que hoy ya están inmunizados contra la corrupción, y no le afecta lo más mínimo a sus conciencias. Es difícil, pues, que algo les resulte ya irritante. Son ya hombres de media conciencia, como decía un personaje de una novela de Juan José Saer. Son peores que el malvado Ricardo III, porque éste, al menos, confesaba con toda lucidez, y se condolía con toda hipocresía, que su conciencia cobarde le causaba aflicción, según cuenta Shakespeare.

Siento pena de ellos, sobre todo por los amigos, o los que lo fueron, abducidos por el gran mentiroso, y que no sólo no hacen nada por liberarse del ponzoñoso encantamiento, sino que se complacen en revolcarse en el lodo, siguiendo la consigna que diera en su día el trujimán del déspota, al que en agradecimiento por los servicios prestados en su favor, y en prevención de que pueda seguir prestándolos, se le ha dado usurpar y parasitar la presidencia del Tribunal Constitucional.

¡Pobres quelónidos!, ¿podrán mirarse al espejo, si algún día, por casualidad, recuperaran su esfumada conciencia?

Mayo de 2025

LOS SUPOSITORIOS

Insólito mayo, que aún nos regala musicales lluvias ya casi olvidadas. Han vuelto las lluvias este año, y son aquellas mismas de nuestra infancia. Entonces, cuando eramos niños, en tan lejana época ya, el año tenía estaciones, el cielo estrellas, y llovía. En el otoño el suelo del Paseo se llenaba de hojas y de castañas, y llovía; en invierno hacía un frío de espanto -un frío de pato, como dicen los franceses- y se helaban las fuentes, y llovía, y alguna vez nevaba; en primavera todo estaba florido, colorido y luminoso, y llovía. También en verano nos sorprendía en el cine alguna tormenta veraniega, que nos obligaba, para no terminar como una sopa, a ponernos la silla de enea por sombrero, porque la función nunca se suspendía por tan poca cosa. Los niños teníamos botas de agua, con diversa longitud de caña, algunas hasta las rodillas, como las que gastaban los pescaderos de la plaza de abastos, pero eso a la postre resultaba siendo indiferente, porque siempre encontrábamos charcos lo bastante profundos como para que, una vez inmersos en su travesía, el agua lograra inundar el interior de las botas. Una hermosura de charcos, que la curiosidad infantil por conocer lo arcano de sus profundidades convertía en divertida aventura; y eso que salíamos de casa camino del colegio convenientemente amonestados. Lo primero que nos advertían las madres los días lluviosos era eso: ¡no te vayas a meter en los charcos! Como si no lo supieran. Ahora apenas se ven niños con botas de agua. Tampoco hay charcos como los de antes; de naturaleza lacustre, digo. Los ayuntamientos se cuidan mucho de que no los haya, para evitar tener que indemnizar por los daños sufridos en sus personas o en sus caros zapatos de importación a los que accidentalmente pudieran naufragar en ellos. Son los ayuntamientos, pues, muy cuidadosos con sus socavones. No quieren que nadie se meta en ellos y que ni siquiera los mire o los toque. Los jueces, siempre atentos a lo que importa, parecen amparar ese celo. El otro día leí en los papeles que un ciudadano, descontento con un bache en la puerta de su domicilio, ante la incuria municipal, decidió repararlo él mismo y a sus expensas. La municipalidad lo demandó, y el juez lo condenó a excavar de nuevo el agujero: «Ya que tiene usted alma de peón caminero -eso no lo dicen los papeles, pero yo me lo imagino así, porque he tenido mucho trato con la Justicia- no le voy a multar, pero me va a dejar usted el pavimento municipal tal como estaba, es decir, con su hermoso hoyo», sentenció el juez. Y es que ni el alcalde ni el juez querían privar a las criaturas, en caso de que lloviera, del placer de solazarse en el charco.

Pienso en las cosas que se han perdido y las que están en peligro de extinción por causa de la modernidad, el progreso de la ciencia o los caprichos de la naturaleza, cuyo pulso supera el paso de las generaciones e incluso la incuria de los políticos, pese a ser esto tan difícil de vencer. Algunas de esas cosas infunden en el ánimo la idea -la duda- de si el progreso consiste verdaderamente en una mejor vida. Y ayudan a constatar dolorosamente que, pese a sus comodidades y oportunidades, progreso y felicidad no son en absoluto sinónimos ni, mucho menos aún, guardan relación de causa y efecto. Y a concluir, también, que lo mejor es a veces lo más sencillo y elemental. No incluyo entre esas cosas los apagones de electricidad, tan familiares en nuestra infancia, y que recientemente hemos tenido ocasión de padecer, porque los apagones siempre resultan dañinos, no son nada simpáticos. No, no me refiero, pues, a los apagones sino a otras cosas más entrañables, dignas de añoranza y memoria.

Sumido en esa divagación -levitando, como cariñosamente me reprocha Ana-, repaso y rememoro algunas de esas cosas hermanadas a la infancia, ahora ya esfumadas, que echo de menos a veces; empezando, precisamente, por la felicidad, aquella despreocupada felicidad infantil. Dios, en su infinita sabiduría, sabe que la felicidad no debe prolongarse más allá de la niñez, porque de otro modo no lo necesitaríamos, por eso nos obsequia pródigamente desdichas y pesares. Pero ese es otro asunto, volvamos al tema: aquellas entrañables cosas de entonces. Como los juegos; los juegos, sin nada, en la calle, y que, a veces, había que interrumpir al paso de las solípedas bestias, cuando al atardecer regresaban a casa los labradores. Sólo eso hacía falta: calle y niños. Nada más, ningún objeto, todo a cargo de la imaginación infantil. O el cine. Las matinés en el cine principal -¡Viva el rey Abós, estribor ha muerto!-; los programas de las películas, que repartía por todo el pueblo con su simpático y singular trote zambo Paturrano -que el ingenio y gracejo del pueblo llano suele estar teñido las más de las veces de crueldad-, y que luego servían a la chiquillería para una diversidad de juegos y negocios. Y las repulsivas libidinosas salamanquesas del Jardín Cinema, que se posaban sobre los labios de Sofía Loren, y nos inquietaban. O la naturaleza; esos paseos a la Vía Dolorosa de la Atalaya, alfombrada de candilitos lilas, o al Calvario, que en eso consistía, en salir de paseo al campo, la asignatura de primero de bachillerato Observación de la Naturaleza, que impartía -con el pucho pegado a la comisura de los labios- don Rafael, el profesor titular de dibujo, amigo de mi abuelo y contertulio en la que hacían en la talabartería de la calle Terzuela, decorada profusamente con almanaques de señoras ligeras de ropa, y también profusamente regada con caldos de Montilla o Moriles, y a la que en más de una ocasión, en que quedé al cuidado de mi abuelo, tuve el honor de asistir, aunque, obviamente, sólo en calidad de oyente, sin derecho a la libación ni a la palabra. O las excursiones con los padres y tíos a la Fuente de las Piedras o a la Fuente del Río, con toda la parafernalia que entonces se gastaba en tales circunstancias: las cestas de mimbre, los manteles ajedrezados en rojo o azul, la cubertería de campo, con sus curiosos vasos plegables de variados colores, todo ello coronado con el menú frío típico de las excursiones: filetes empanados, muslos de pollo, tortilla de patatas, huevos duros, etc., y de postre el melón o la sandía, que se sumergían en agua nada más llegar para que estuviesen frescos en el momento de comerlos. Las calurosas noches veraniegas, plagadas de grillos y de primas, sentados en el llanete del cortijo del bisabuelo Papá Rafael, contemplando el cielo estrellado y oyendo las truculentas historias de los tíos a la siseante luz del carburo. O los tontos y locos coterráneos, cada cual exhibiendo sin descanso su singular genialidad y su locura; hoy ya no hay locos por las calles, o han perdido su mordaz encanto y nos los cruzamos sin siquiera reparar en ellos, o los esconden las autoridades para que no nos hagan pensar, o, simplemente, ya no quedan, o somos, tal vez, ahora nosotros los tontos o los locos.

Y en otro orden de cosas, más graves y menos jocosas o festivas, pero también, a pesar de eso, entrañables, los supositorios, por ejemplo. Mis nietos todos desconocen el tormento infantil del supositorio, que aun así preferíamos cuando éramos niños al terrible pinchazo de la inyección y, sobre todo, a la inquietante liturgia de su preparación; el alcohol ardiente en la funda metálica de la jeringa, para esterilizarla junto a la aguja -el brozno autoclave del practicante-. Yo me desmayaba -aflatarse se usaba decir en mi pueblo; me aflataba, pues- a veces, ante espectáculo tan dantesco, que evocaba en mi tierna imaginación las llamas del infierno o del purgatorio, según las imágenes que, conforme a la ortodoxia, eran de general aceptación.

Todo eso se ha desvanecido; como dijo Roy Batty, replicante Nexus-6, en Blade Runner, todo eso desaparecerá como lágrimas en la lluvia. No hay esperanza, pues, para los supositorios, las botas de agua, los charcos…, sólo la memoria de los que vivimos ese tiempo. Después, la oscura bajeza del olvido, polvo, nada.

Mayo de 2025

EL APAGÓN

Bueno, el apagón. Disculpe el lector, que a estas alturas ya estará probablemente saturado -no digo negro- con el tema; aunque, desde luego, no con las (inexistentes) explicaciones de los obligados a darlas, que ya sabemos que el presidente de este Gobierno no acostumbra a dar serenatas a su mujer, como dijo don José Sánchez Guerra en Cabra cuando fue requerido a decir unas palabritas a los electores de su distrito desde el balcón del casino: ¡Pero, ¿usted ha visto a algún marío que le eche serenatas a su mujer?! Pues, eso. Y mejor no insistir, y conformarnos con el silencio, que en el individuo que nos gobierna resulta siempre más noble que la palabra. Pues ya hemos visto que si alguna vez el Supremo condesciende a dar explicaciones, lo que hace es soltarnos una sarta de mentiras. ¡Pobrecito!, qué va a hacer si no; si, sobre todas sus buenas intenciones, se impone, como sucediera al escorpión de la fábula, su indomable e irrenunciable naturaleza. El apagón, pues, con la venia y la paciencia del lector; porque tengo que escribir algo sobre el asunto para no señalarme entre los miembros de esta cofradía de plumíferos implumes, que no ha habido uno, entre los profesionales -buenos o malos- y entre los diletantes que no haya dicho ya algo sobre el tema.
Así que lo que se me ocurre decir es, en primer lugar, que el 28 de abril de 2025 pasará a la historia, la historia nacional de la infamia, que es ya por antonomasia la nuestra, que a eso nos ha llevado este desaforado afán en pretender ser, entre los tontiprogres del planeta, los más guays y aventajados. Y así, en el futuro, siguiendo la costumbre progre de instaurar un día mundial conmemorativo de todas las cosas y ocurrencias, como el día mundial del tocino añejo, o el del tonto por to el día, o el del cuñao enchufao, tendremos el Día mundial del apagón, que se celebrará cada 28 de abril; bueno, eso si no se convierte en costumbre de este Gobierno dejar al país a oscuras de cuando en cuando.
Y lo segundo que se me antoja decir es que eso sucede por colocar en las altas magistraturas del Estado a los más incompetentes. Bueno, o no siempre. Quiero decir que a veces no son incompetentes los colocaos, sino que les puede más su sectarismo que su ciencia. Ya me lo advirtió a mi en cierta ocasión uno de ellos, cuando estábamos en una reunión de trabajo de una comisión técnica de la Administración: No hagas ostentación de tus conocimientos. En todo caso, competentes o incompetentes, sujetos a una fuerza superior: el sectarismo, la ideología. O, más propiamente, la defensa de sus intereses y privilegios de casta. Pues de eso se trata en última instancia, y no de otra cosa: seguir los dictados del líder carismático, adelantarse a satisfacer sus deseos, obedecer -ya lo dijo otro de ellos: No hace falta que sepan, basta con que sean dóciles y sumisos-. Eso es al cabo lo que cuenta, lo que garantiza el acceso y permanencia en el chiringuito, en la mamandurria, en la sinecura, en la canonjía, llámense Casa Árabe o Red Electrica Española. No lo digo yo, hace muchos años un vicepresidente de los suyos, de los de ese lado del muro, que tuvo la vergüenza de dimitir por causa de los turbios negocios de su hermano -sólo de su hermano, ni siquiera los de su mujer-, lo dijo: El que se mueva no sale en la foto. A veces, estos capitostes aventajados me recuerdan a las prostitutas japonesas del chiste de James Ellroy: Sinochingo Nokomo. ¡Pobrecitos!
Y, por último -que una cosa es no señalarse y otra muy diferente abusar de la paciencia del lector-, me toca las narices, con perdón, esa actitud frívola o nostálgica ante el apagón. ¡Qué bonito! ¡Como en nuestros tiempos! Y es que la nostalgia está bien, pero, digo yo, que respecto a cosas inocuas y entrañables. Los apagones, con nada que duren más que un orgasmo, son siempre dañinos; malos para todos y para algunos fatales. Y si son, como el del otro día, tan extensos y duraderos como para sumir a la nación entera en las tinieblas durante muchas largas horas, inaceptables bajo todos los conceptos. De modo que esa actitud complaciente ante el desastre me parece de una ingenuidad rayana en la necedad, o, peor aún, sospechosa de oscurantismo y complicidad con los que pretenden excusar explicaciones y eludir responsabilidades.
En todo caso, pienso que los inmensos daños materiales causados por el apagón son poca cosa comparados con el daño infligido a la reputación del país, que nos ha colocado a la altura de las dictaduras tercermundistas en el ominoso ranking de los apagones. Y, sobre todo eso, el daño moral de haber puesto al descubierto, el apagón, nuestra condición de rebaño sumiso y una vergonzosa carencia de rebeldía cívica. Y pienso, y rememoro, y me avergüenzo, que sólo pisamos las calles cuando desfilamos al son del tambor que otros nos tocan o bajo los hipnóticos acordes del flautista de Hamelín de turno. ¡Qué buen rebaño!

Mayo de 2025

NOSOTROS QUE NOS QUISIMOS TANTO

 

He tardado toda una vida en comprenderlo, al final lo entendí, como llegan a entenderse las cosas importantes de esta vida: dolorosamente; aunque tarde también, tal vez demasiado. Sólo el amor importa.

El amor que podamos darnos unos a otros incondicionalmente. Sólo eso importa; y hace soportable nuestro deambular por este valle de lágrimas, que así nombró el salmo, en bella metáfora, esta sucesión de tribulaciones y pesares que son la materia de nuestra existencia. Por cierto, la RAE ya no admite en su diccionario la grafía psalmo, que obviamente sí recoge el diccionario de autoridades; Borges se rebelaba ante la supresión de la consonante inicial de la palabra, y escribía deliberadamente psalmo, según confesaba en el prólogo de una de sus obras; afortunadamente, no acertó al vaticinar que los ‘individuos’ de la Academia pronto terminarían suprimiendo asimismo las pes iniciales de las palabras pneuma o psicología. Menos mal.

Pero volvamos al tema y dejemos a un lado las disquisiciones gramaticales. Sólo el amor nos redime, decíamos. Y el arte, tal vez.

Un tesoro, el amor, que no apreciamos sino cuando lo perdemos; como sucede con la salud y con tantos otros dones que la naturaleza, como un dios, nos da y nos quita, caprichosamente, y que no valoramos debidamente porque no tienen precio en el mercado de las cosas mundanas, que así de estúpidos, vanidosos y maleables somos.

Hablo, cuando digo amor, también de la amistad, como la manifestación más elemental y primigenia del amor, creo; de cuya arcana naturaleza se ocuparon tempranamente los primeros grandes pensadores de nuestra civilización, como Platón o Aristóteles o Cicerón.

El cristianismo lo supo y por tal razón lo convirtió en síntesis de todas sus virtudes y dogmas: ama a tu prójimo como a ti mismo… porque si no tengo amor nada soy. También la ética Kantiana con su imperativo categórico vino a decir algo parecido.

Así discurría nuestra historia, amorosamente. Tan amados y tan amantes, tan felices y complacidos, que, como Pedro en el monte Tabor, aspirábamos a erigir tres tiendas ahí, para siempre, detenido el tiempo, enemigo declarado del amor, como han sabido acreditar los más sabios; sin dar un paso más en nuestra feliz historia, como en esas posiciones de la partida de ajedrez, que nos parecen tan bellas y armónicas que nos incitan a la inmovilidad porque tememos echar a perder su hermosura con el error del siguiente movimiento.

Ese magma afectivo, inconsistente y volátil, se fue tragando, sin embargo, a todos los que amamos como arenas movedizas. Porque el amor es tan frágil y delicado, tan escurridizo, tan vulnerable y efímero. Y tan extraño y cruel.

Pero los amados perdidos, abandonados, muertos -vivientes o no-, acaban emergiendo de la profunda oscuridad y estando presentes siempre en nuestros pensamientos, y en nuestros sueños, tanto como lo están los que todavía amamos. Sin embargo, duelen. Soñados o recordados, siempre duelen. ¡Qué cruel paradoja esa!

Y qué historia más triste fue -es- esta nuestra.

Abril de 2025

EN EL REDIL ES EL PASTOR QUIEN DETERMINA LA CALIDAD DE LAS OVEJAS

 

Hoy día se calibra y valora a las personas principalmente por su mera pertenencia o inclusión en grupos sociales minoritarios o por sus preferencias o inclinaciones sexuales, sin importar lo que debe importar para determinar si son buenas o malas personas, si son o no buenos ciudadanos y convecinos. Eso es lo que mayoritariamente transmiten los medios de comunicación, los periódicos, las televisiones, las películas, las series, las tertulias, los libros, etc. Y, si no fuese suficiente con eso, los currícula educativos ayudan a culminar, o a comenzar, el proceso de adoctrinamiento de niños y adolescentes. Los profesores, no sé si impotentes o cómplices, son en ello los colaboradores necesarios.

De tal modo, que hoy día, basta con ser homosexual o trans, o negro -con perdón- o feminista, etc., para que la pública opinión te respete y te tenga en alta estima, si no en héroe de la historia, obviando que, además de tales circunstancias, puedes ostentar la condición de ser una mala persona o incluso un redomado hijo de satanás. Porque, ¿acaso no hay malas mujeres, negros depravados, maricas perversos, feministas infames…? La estupidez se ha impuesto, inoculada por aquellos -individuos o grupos- que sacan provecho particular del asunto, y que hábilmente han descubierto una forma de parasitismo, o incluso de enriquecimiento, y un modo de ganar poder o influencia a costa de ello. La opinión dominante –a fuerza de adoctrinamiento y propaganda- ha terminado no solo aceptando todos esos postulados buenistas, sino asumiéndolos estúpidamente como dogmas de fe, es decir, sin someterlos al tamiz de la razón ni menos aún, por supuesto, aceptar que sobre ellos pueda ejercerse algún tipo de crítica o de cuestionamiento. Tal vez, porque, si en algún momento se les ocurrió realizar tal esfuerzo intelectual, escarmentaron en cabeza ajena, como suele decirse, al recordar lo que les sucedió a otros que se atrevieron a escrutar, pensar, cuestionar y disentir: el estigma de Caín, la muerte civil, el basurero de la historia.

Los guardianes de la ortodoxia se comportan como una nueva inquisición. Y su corpus -porcus, como decía el simpático personaje de Dickens- ideológico como el de una nueva religión, cuyo dios es el poder sobre todo ser viviente en manos del buen pastor. Así, su propósito y determinación es que, parafraseando lo que san Juan decía en su evangelio, esas otras ovejas que no son de su redil terminen siéndolo; y que, de tal modo, termine habiendo un sólo rebaño y un sólo pastor, y una sola voz, que todas las ovejas escuchen y obedezcan.

Javier Krahe -requiescat in pace-, intuyó lo que se avecinaba, y sarcásticamente supo plasmarlo, de modo tan lúcido como bello, en su canción Señor juez:

Si yo fuera mujer, minoría racial,

cristiano de base, zurdo, homosexual,

tercer mundo, obrero, artista…

me podría sumar a su revolución

pero, al no ser así, ofrecer mi adhesión

me parece paternalista….

Hoy día no hubiese podido intentar desenmascarar el burdo engaño sin afrontar terribles consecuencias; los suyos lo hubiesen impedido, lo hubiesen ‘cancelado’, como les gusta decir, cosificando a las personas. Por cierto, la mayor crueldad, el odio más feroz, los peores males suelen venir casi siempre de parte de los propios. Roma no paga traidores, vienen a decir estos, pretendiendo cubrir su vileza y despotismo con el manto de la virtud, que en realidad no sólo desconocen sino que aborrecen.

Abril de 2025