Ahora
que la llamada inteligencia artificial está en auge, tal vez en
auxilio del progreso, pero seguro que en beneficio del poder
controlador del Gran Hermano y en perjuicio de las potencias del alma
humana, que cederán la afanosa facultad de pensar a las máquinas,
avanzando así en su embrutecimiento, creo que es momento propicio
para reflexionar también sobre las capacidades intelectuales de
algunos animales.
Ya
en
los inicios de nuestra literatura occidental tenemos constancia por
Homero, además
de otras virtudes
de animales, de las extraordinarias dotes de Argos, el perro de
Ulises, que fue el único que lo reconoció -ni siquiera su esposa,
Penélope, fue capaz- cuando, sin nombre y disfrazado con las ropas
de otro, regresó a Ítaca después de veinte años de ausencia; por
cierto, larga vida la de Argos. O cómo Esopo nos mostraba el
proceder
de los animales, tanto en el plano intelectual como moral, para que
nos sirviera de ejemplo y guía, ya
fuese
para imitar como para evitar. También
Berganza, uno
de los cervantinos perros de Mahudes, hacía patente esa reflexión
en el inicio de su coloquio con Cipión: “Muchas
veces he oído hablar de grandes prerrogativas nuestras, tanto que
parece que tenemos un natural tan vivo y tan agudo que da indicios y
señales de faltar poco para mostrar que tenemos un no sé qué de
entendimiento capaz de discurso.”
De
manera que, no solo podríamos descartar las dudas sobre el
entendimiento
de ciertos brutos, sino que, incluso, podríamos suscitar el
debate
sobre si el
de éstos
llega a ser en algunos casos superior al
de los humanos. Al
parecer, de esa opinión era
Quevedo, que afirmaba que el
animal del mundo a quien Dios dio menos discurso es el hombre, que
entiende al revés lo que más importa.
Así,
si
nos retrotraemos al principio
de los tiempos, con nuestros primeros padres y las primeras bestias
de la creación, podríamos
constatar que Quevedo
no iba descaminado con tal afirmación, pues entre
los seres creados por Dios, no eramos precisamente los más listos o
espabilados, ya
había
animales
capaces de engañarnos. Y entre tales especies, sobresalía por su
astucia la taimada serpiente. Lo refiere el Génesis: la
serpiente era más astuta que las demás bestias del campo que el
Señor había hecho.
De
todos es conocido cómo
con su maliciosa artería engañó a Eva, haciéndola comer el fruto
del árbol prohibido, provocando el enfado divino, y condenándonos
con ello a una existencia corta de días y larga de pesares:
“brotarán
para ti cardos y espinas, y
ganarás
el
pan con el
sudor
de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra, pues eres polvo y al
polvo volverás.”
Después
de tal victoria de la bestia sobre el hombre, que nos hundió en el
abismo para toda la eternidad, no sé si habrá redención posible,
pero lo que sí podremos afirmar con absoluta certeza es que hay
bichos muy listos, más que nosotros.
Es
consabido de todos que la asombrosa memoria de los elefantes o la
astucia y prudencia de los felinos, superan a la de muchísimos
humanos. Baroja
habla en una de sus novelas de un perro, Philonous,
tan listo que dice de él que tenía aspecto socrático y que el
mejor día iba a salir Minerva de su cabeza. Y
hasta en el hablar
llega a señalar lo aventajados que son ciertos animales; y, así,
cuenta
en su novela Los recursos
de la astucia que
Damián, constructor de ataúdes, tenía un cuervo, de nombre
Juanito, que hablaba mejor que algunos hombres…; y no solo hablar,
sino incluso leer. Pues refiere Dickens, en Los papeles póstumos
del Club Pickwick, una anécdota
que nos lo demuestra cuando
el tunante personaje Jingle
relata una experiencia cinegética: ¡Ah!, debería tener
perros, estupendos animales, criaturas sagaces. Tuve un perro una
vez, un pointer, de instinto sorprendente; un día de caza,
entrábamos en un coto; silbo… el perro parado, silbo… ¡Ponto!
Nada, no se movía, quieto; lo llamo ¡Ponto, Ponto! No se movía, el
perro como en éxtasis, mirando una tabla, me fijo y decía: ‘El
guarda tiene orden de tirar sobre los perros que entren en este
vedado’…” No
sé si podemos decir que el perro supiese leer mejor, lo que sí
podemos afirmar en todo caso es que lo
hacía con más provecho, y era
más atento, sensato y juicioso que su
amo.
Como
parece que la cuestión no deja margen a la duda, ha habido grandes
escritores, como Cervantes o W. Faulkner, que han llegado a elaborar
un ranking sobre la inteligencia animal. Decía Cervantes, en El
coloquio de los perros:
“Sé
también que, después del elefante, el perro tiene el primer lugar
de parecer que tiene entendimiento; luego el caballo, y el último,
el
mono…”
Puede
ser que esta clasificación hubiese sido alterada de haber sabido
Cervantes lo que, siglos más tarde, revelaba Leopoldo Lugones -cuyo
talento no está debidamente valorado, siendo como era uno de los más
grandes escritores de la historia de la literatura universal y, tal
vez, el mejor poeta de nuestra lengua; Borges, que nunca ocultó su
extraordinaria admiración por él, decía de su obra que era
una de las máximas aventuras del castellano-.
Pues
bien, Lugones
cuenta que “los
naturales de Java atribuían la falta de lenguaje articulado en los
monos a la abstención, no a la incapacidad. No hablan, decían, para
que no los hagan trabajar".
O, dicho de otro
modo, el mono se
pasaba de listo. Creo
que Cervantes lo hubiese colocado en primer lugar de su ranking, de
haber sabido lo que reveló Lugones.
Por
cierto, también Lugones incide en el tema que nos ocupa y, en su
relato Los caballos de Abdera, nos habla sobre la
extraordinaria inteligencia de estos équidos. Cuenta que gozaban de
una fama excepcional, por sus buenas dotes, su inteligencia y su
saber estar. Hasta el punto de llegar a ser admitidos a la mesa de
los dueños. Y refiere también que, como las personas, todos tenían
nombres; que la palabra era el medio usual de comunicación con
ellos; y, observándose que la libertad favorecía sus buenas
condiciones, los dejaban siempre libres de ataduras, y eran
convocados, cuando era menester, al son de la trompa. Dice, también,
que rayaba en lo increíble su habilidad para toda clase de juegos,
incluso de salón, y era admirable su discreción en las ceremonias
solemnes. Su inteligencia, continúa, comenzaba a desarrollarse
pareja a su conciencia. Y es curioso esto que cuenta sobre la
coquetería femenina, que hoy le valdría, sin duda, la tacha de
machista y su cancelación: Una yegua había exigido espejos
en su pesebre, y como no le dieron gusto, arrancó con los dientes
los de la alcoba patronal y los destruyó a coces. Cuando le
concedieron el capricho, daba muestras de coquetería perfectamente
visibles.
Y,
volviendo al tema de los ranking de inteligencia animal, el más
completo, razonado e ingenioso que conozco tal vez sea el que realiza
William Faulkner en su novela La escapada. Creo
que merece la pena reproducir, tal cual, sus propias palabras:
“…
a
diferencia del caballo, una mula es demasiado inteligente para
partirse el pecho por la gloria de correr en torno al borde de un
óvalo de una milla de perímetro. A decir verdad, a la mula sólo la
pongo por detrás de la rata en inteligencia, la mula seguida en
orden descendente por el gato, el perro y el último el caballo, con
tal de que, por supuesto, aceptes mi definición de inteligencia como
la habilidad para adaptarse al entorno, lo que significa aceptar el
entorno aunque conservando un mínimo de libertad personal.
Coloco
primero a la rata sin el menor género de dudas. Vive en tu casa sin
ayudarte ni a comprarla, ni a construirla, ni a repararla, ni a pagar
la contribución; come lo que tú comes sin ayudarte ni a cultivarlo,
ni a comprarlo y ni siquiera a meterlo dentro de la casa; no te
puedes librar de ella; si no fuera porque practica el canibalismo
hace mucho tiempo que habría heredado la tierra.
El
gato viene en tercer lugar, con algunas de las mismas cualidades,
aunque se trata de una criatura más débil, más enclenque; ni
siembra ni teje; es un parásito tuyo, pero no te quiere; morirá,
cesará de existir, desaparecerá de la tierra (me refiero a las
especies llamadas domésticas), pero hasta el momento no ha tenido
que hacerlo. (Existe una fábula, china según creo, estoy seguro de
que literaria, en la que se habla de un periodo remoto en el que las
criaturas dominantes eran los gatos, los cuales, después de milenios
de tratar de resolver las angustias de la mortalidad —hambruna,
peste, guerra, injusticia, locura, avaricia—, de llegar, en una
palabra, al gobierno civilizado, reunieron en un congreso a los más
sabios entre los gatos filósofos para ver si se podía hacer algo; y
en ese congreso, después de largas deliberaciones, se llegó a la
conclusión de que el dilema, los problemas mismos, eran insolubles y
que la única solución práctica consistía en renunciar, abandonar,
abdicar, mediante la selección, entre las criaturas inferiores, de
una especie, de una raza lo bastante optimista como para creer que el
problema moral podía resolverse, y lo bastante ignorante para no
salir nunca de su error. No es otra la razón de que el gato viva
contigo y dependa completamente de ti para la comida y la habitación,
pero no levante una zarpa para ayudarte, ni tampoco te quiera; en una
palabra, de que te mire como te mira.)
Al
perro lo pongo en cuarto lugar. Es valeroso, fiel monógamo en su
devoción; también parásito tuyo; su fallo (al compararlo con el
gato) es que trabaja para ti, quiero decir que lo hace de buena gana,
que es feliz, que aprenderá cualquier truco, sin importarle lo
estúpido que sea, sólo para agradarte, por una palmadita en la
cabeza; tan buen parásito y tan de primera clase como el que más,
pero su fallo es que es un adulador, convencido de que tiene además
que demostrar su gratitud; degradará y violará su dignidad para que
te diviertas; te hará fiestas en respuesta a una patada, dará la
vida por ti en el combate y se dejará morir de hambre sobre tus
huesos.
Al
caballo lo sitúo en último lugar. Una criatura capaz únicamente de
una idea a la vez y cuyas cualidades más destacadas son la timidez y
el miedo. Hasta un niño lo puede engañar o engatusar para que se
rompa las patas, o incluso el corazón, corriendo demasiado a
demasiada velocidad o saltando cosas demasiado anchas o difíciles o
altas; comerá hasta reventar si no se le vigila como a un bebé; si
tuviera sólo un gramo de la inteligencia que posee la rata menos
despierta, sería el jinete.
A
la mula la sitúo en segundo lugar, y no en primero, porque puedes
hacer que trabaje para ti, aunque solo sea dentro de las reglas muy
estrictas que ella misma se impone. Nunca come demasiado. Tirará de
un carro o de un arado, pero no participará en una carrera. No
tratará de saltar nada que no sepa de antemano y con toda certeza
que puede saltar; no entrará en ningún sitio si no sabe lo que hay
al otro lado; trabajará pacientemente para ti durante diez años en
espera de que se presente la ocasión de darte una coz. En pocas
palabras, libre de obligaciones hacia sus antepasados y de
responsabilidades con la posteridad, ha conquistado no solo la vida
sino también la muerte, por lo que es inmortal; si hoy desapareciese
de la tierra, la misma combinación biológica casual que la produjo
ayer, volvería a producirla dentro de mil años, inalterada,
idéntica, todavía incorregible dentro de las limitaciones que ella
misma ha puesto a prueba y comprobado; siempre libre, siempre
arreglándoselas…”
Genial,
¿no? En primer lugar, la rata, seguida en el podio por la mula y el
gato; y diploma olímpico para el cuarto y el quinto: el perro y el
caballo. Observamos que no incluye a los monos entre los
animales inteligentes; probablemente
porque sólo se refería a la
fauna doméstica del
mítico condado
de Yoknapatawpha.
Y,
para terminar, un ejemplo que pone de manifiesto que los animales
llegan incluso a poseer facultades por encima de la inteligencia.
Henri Bergson venía a sostener que donde no alcanza la inteligencia
llega la intuición; pues bien, hasta de esta potencia del alma, la
intuición premonitoria, han dado muestras los irracionales, si
aceptamos el relato de sir Walter Scott, que en su novela Woodstock
o los caballeros
nos
cuenta lo siguiente: “He
leído en algunas crónicas que cuando Ricardo II y Enrique de
Bolingbroke se encontraban en el palacio de Berkeley, un perro que
siempre había seguido fielmente al monarca, le abandonó por seguir
a Enrique,
a quien
veía por primera vez, y que la deserción de su perro favorito
previno a Ricardo de su próxima deposición del trono.”
A
la vista de lo expuesto, pienso que si perseveramos en
este proceso de
embrutecimiento, en el que percibo estamos inmersos, mermando las
conciencias y atrofiando la inteligencia, llegará el momento en que
ni siquiera podremos tener certeza de a qué especie animal
atribuiremos el apellido de irracional
y a cual el de racional.
Febrero de 2024