Poco
antes de que yo naciera, mis padres estuvieron viviendo una temporada
en Benamejí, un pueblo cercano al nuestro, Cabra, en el sur de la
provincia de Córdoba. Me contaba mi madre que tenían por vecino al
brigada de la Guardia Civil, que poseía un pastor alemán, de nombre
Ruth, y un loro, llamado Curro o algo así. El loro, que era un punto
granujilla y bromista, disfrutaba atormentando al perro con la misma
recurrente broma, de manera tan recalcitrante que éste ya no podía
sufrirla sin que lo invadiera la rabia.
Acostumbraba
el brigada, cuando volvía a su domicilio concluido el servicio, y
unos cuantos metros antes de llegar a la puerta de la casa, a llamar
al perro desde la calle con un fuerte silbido y voceando su nombre:
¡Ruuuth!, y el perro salía incontinenti y jubiloso (que en aquellos
tiempos, era corriente dejar abiertas las puertas de los domicilios)
a recibir a su amo, dando exageradas muestras de su contento. Pues
bien, el loro que, además de bribón, era espabilado, terminó
aprendiendo a silbar y a llamar al perro del mismo modo en que lo
hacía el dueño. Y así, cuando éste estaba ausente, cada vez que
se le antojaba o se aburría, daba un silbido y gritaba ¡Rrrruuuth,
Rrruuuth! y el inocente perro, cayendo siempre en el engaño, salía
como un relámpago a la calle. Cuando Ruth constataba la ausencia del
dueño y haber sido burlado de nuevo por el loro, se dirigía
enfurecido hacia la inalcanzable jaula, dando fuertes ladridos,
mientras que el loro guasón gritaba aterrado: ¡socorro, que me
mata! ¡Socorro, que me mata!
Y
es que no hay broma, por tolerante que sea el embromado, que no
entrañe para el bromista cierto riesgo de sufrir una más grave
represalia; del mismo modo que no hay placer que no contenga en su
propio seno el germen de la insatisfacción y la melancolía.
Pero,
a pesar de tener que padecer momentos tan escabrosos por causa de su
broma, el placer que ésta le reportaba, o, tal vez, la incapacidad
para doblegar su naturaleza malvada, igual que le sucediera al
escorpión de la fábula, no consiguieron que el pícaro loro
desistiera de martirizar al candoroso perro con sus burlas; que, hay
que decirlo, no podían resultar ya más crueles y carentes de
gracia, pues tenían su fundamento y razón en el escarnio de las más
piadosas virtudes del cánido: su nobleza y fidelidad incondicional.
Febrero de 2024