Ya
en otra ocasión emborroné estos papeles con algunas reflexiones
sobre Alcibíades, pero entonces evité deliberadamente hacer
referencia a su perro, porque estimé que ese episodio, que refiere
Plutarco en sus Vidas paralelas,
era merecedor de una pieza aparte.
Esto
es lo que cuenta Plutarco en la vida de Alcibíades: “A
un perro que tenía de tamaño y aspecto extraordinarios y que había
comprado por setenta minas, le cortó el rabo, que era muy bonito.
Cuando sus familiares le reprochaban y le decían que todos le
criticaban a propósito del perro y hablaban mal de él, se echó a
reír y dijo: Pues entonces está sucediendo justo lo que quiero;
pues pretendo que los atenienses hablen de eso, para evitar que digan
algo peor de mí.”
Se
han escrito ríos de tinta sobre la anécdota. Hasta resulta probable
que haya miles de artículos que tengan el mismo titular con que yo
encabezo esta pieza. Porque, ¿quién no ha leído en alguna ocasión,
o ha oído en algún discurso o conferencia o tertulia o
conversación, referirse al rabo del perro de Alcibíades?
Por
cierto, Plutarco, además de
decirnos que era un perro hermoso, de tamaño y aspecto
extraordinarios, con un bello rabo, resalta
que era un perro
disparatadamente caro, pues había costado setenta
minas, es decir, cuarenta y
dos mil óbolos, el equivalente al salario anual de cuarenta
tripulantes de una trirreme -que sabemos, por su
propio relato, ganaban un trióbolo diario, o sea, tres óbolos, y si
tenemos en consideración que
un dracma equivalía a seis
óbolos, y una mina a cien
dracmas, la cuenta está clara-; de
ahí, probablemente, el motivo de las ásperas críticas de la plebe,
no por compasión con la mutilación infligida al animal, sino por
haber dañado caprichosamente una propiedad tan cara y fastuosa y tan
fuera de las posibilidades de
casi todos ellos. Y, pese a
proporcionarnos detalles tan interesantes, omite sin embargo una
información que juzgo esencial: no
nos dice el nombre
del perro.
Tal
vez contagiado por la manía de mi nieta pequeña, que cada vez que
nos cruzamos con un un perro pregunta su nombre: ¿abuelo,
cómo se llama ese pegdito?,
y
como no admite ni la ignorancia ni el silencio por respuesta, tengo
bautizados a todos los perros del vecindario; y,
también,
para
satisfacer mi
propia curiosidad, acostumbrado como
estoy a
que los libros nos digan los nombres de los perros de los personajes
famosos, no pude resistirme a indagar en las fuentes de que se sirvió
Plutarco para
escribir su historia,
a ver si daba con el dichoso nombre del perro. Y pese a haber buceado
en las obras de Platón, de Jenofonte, de Tucídides, de Andócides y
de Aristófanes, que los estudiosos señalan como seguras o probables
fuentes del relato de Plutarco, la búsqueda resultó estéril,
lamentablemente. Como estoy convencido de que Plutarco no se inventó
el pasaje del perro, es probable, pues, que
la
información
la obtuviese
de
los historiadores Teopompo o Éforo de Cumas, cuyas obras no se han
conservado, o de
algún otro autor no referido en
los estudios
sobre el asunto.
O, también
puede
ser, quizás
lo más probable, que
mi búsqueda haya sido torpe. Lo cierto es que, muy a mi pesar, me
quedo con las ganas de saber cómo
se llamaba el hermoso
y mútilo perro de Alcibíades; lo
que, además, estorba mi propósito de inscribir su nombre en el
panteón de perros ilustres, que tengo instituido en mis papeles,
junto a Hircano,
Cipión,
Berganza, Bevis, Ayax, Aris,
Erbi,
Bostswain, Ponto,
Hachiko,
Milú, Pluto, y tantos otros canes insignes.
Pero,
volviendo al meollo de la anécdota referida por Plutarco, lo que más
me llama la atención es que la triquiñuela usada por Alcibíades
para distraer la atención de sus conciudadanos de los asuntos
graves, desviándola hacia temas banales, revela que la clase
política ha estado desde sus inicios plagada de canallas, de otro
modo no se explicaría que la treta alcibidiana resultase tan exitosa
y fuese adoptada desde entonces hasta nuestros días en la práctica
política por todos los de esa casta, de cualquier clase y condición,
sin distinción de sexo, credo ideológico, tiempo o lugar de
nacimiento. Incluso, hoy día, la añagaza la aplican y practican los
medios de comunicación apesebrados, con oportunos titulares de
distracción, sobre todo los televisivos y radiofónicos, que
sirviéndose de los tertulianos -esa infraespecie de periodista
surgida al calor del establo partidista- blanden el engaño ocultando
tras él las canalladas de los de su secta, o conducen, como
cabestros, a la ingenua opinión pública a los corrales.
Al
final ha resultado que el rabo del perro de Alcibíades ha terminado
siendo el sostén de la fama de ambos, del dueño y del perro de
ignoto nombre, que de otro modo estarían casi perdidos en el olvido;
y, también, convirtiéndose en paradigma de una estratagema tan
exitosa -en una sociedad de ciudadanos sin criterio y de políticos
sin escrúpulos- que apunta a ser imperecedera.
Febrero de 2024