EL GASOLINERO DE POTES


Leí el otro día en los papeles que el municipio cántabro de Potes había sido reconocido como uno de los pueblos más bonitos de España, y me vino a la memoria la conversación que el pasado verano mantuve con el gasolinero del pueblo. Quienes conozcan Potes, sabrán a que gasolinera me refiero, pues no hay otra en el término más que esta, casi en el centro del pueblo.
Siendo, como soy, un tanto británico, por no decir huraño, en eso de entablar conversación con desconocidos, fue, obviamente, él quien, mientras me repostaba, inició el breve coloquio. Indagaba mi opinión acerca del pueblo y le manifesté que me daba la impresión, a la vista de tantos establecimientos comerciales, de artesanía, hoteles, restaurantes, etc., que siendo un pueblo de apenas mil quinientos habitantes, no debía haber nadie en el paro. El hombre, que frisaba la cincuentena, me declaró orgulloso que él era comunista pero que, pese a que el alcalde era del PP, el pueblo estaba cada vez mejor; poco a poco, añadió, pero cada vez mejor. Le dije que era la tercera o cuarta vez que visitaba el pueblo y que me había llamado la atención el nuevo paseo fluvial que antes no tenían y que ahora disfrutaban, tan apacible y deleitoso. Ahí parece que di en la diana, pues exclamó vehemente: ¡La joya de la corona del alcalde. Pues anda que no está orgulloso! Y de los patos… Los patos del alcalde; lo digo así, porque son como sus hijos. Les da de comer personalmente. La noche que una zorra se lleva alguno, al día siguiente tenemos un gran drama.
Me marché pensando lo agradable que sería vivir en un país donde la política se pareciese algo a eso; menos ideología y más recto raciocinio; más humanidad y menos rencor.
Vana ilusión, como ha quedado demostrado en la reciente contienda electoral. Donde  -una vez más- los socialistas han sacado al babeante dóberman a meter miedo al electorado, alimentando el odio con mentiras (qué otra cosa pueden proferir, sino odio y mentiras, el sumo mentiroso rencoroso y doña Rogelia de Cabra, su marioneta), negando  -como totalitarios que son, fieles defensores del pensamiento único- legitimidad democrática a la derecha (trifachito, decían), o sea, a la mitad de los españoles que no piensan como ellos.
Al fin y al cabo, tenemos lo que hemos deseado. Como Sócrates, tomaremos, pues, la cicuta, ya que ese ha sido el deseo de los españoles; y le deberemos un gallo a Esculapio –dios de la medicina y la curación-, pues con ello acabaran los males de España; porque, esa España, esta España, expirará a manos de los que la odian.
Abril, 2019

DECLARACIÓN DE AMOR

Estando el otro día en el restaurante no pude evitar escuchar lo que hablaban mis vecinos de mesa, una pareja de sexagenarios. No me tengo por persona cotilla, y considero que no está bien husmear ni prestar oídos a las conversaciones ajenas. Y si, además de la involuntaria injerencia en su intimidad, cuento ahora coram populo lo que los maduros enamorados hablaron no es por morbosidad sino por el embeleso que me produjo lo que me pareció una irónica declaración de amor magistral. Cúlpese, pues, no mi indiscreción sino el afán de negocio del mesonero, por atiborrar el local de mesas a costa de la intimidad de los comensales.
Esto dijeron:
- Él: En tu familia estáis todas locas. Tu tía Concha perdió la cabeza con cinco años menos de los que tú tienes ahora.
- Ella: Yo perdí la cabeza el día que te conocí.

Abril, 2019

LA INSOPORTABLE ABSURDIDAD DEL SAS

Siempre aborrecí, pese a ser funcionario, o precisamente por eso, a aquellos burócratas –en el sentido peyorativo del término- que valiéndose de la ocasión de tener en sus manos la elaboración de protocolos de actuación o de  programas informáticos, retorcían los procedimientos reglamentarios hasta desvirtuar el espíritu de la ley y hacerle perder su legítimo  y genuino fin.
Algo así tuve ocasión de comprobar –padecer- el otro día, que me permito trasladar al lector como ejemplo paradigmático de lo dicho, por pedagogía,  crítica, desahogo o, por qué no, para el pitorreo, choteo, befa y burla de la absurdidad e incuria de sus autores.
Acudo a la farmacia a retirar un determinado medicamento al amparo de la ultramoderna y publicitada receta electrónica, y esto es lo que sucede:
- Manceba (reproduzco definición DRAE, por si acaso, ‘2. m. y f. Empleado auxiliar de farmacia’): Lo siento, no lo tenemos.
- Un servidor: Eso mismo me dijeron ustedes el mes pasado y el anterior.
- Manceba: No es culpa nuestra, es del laboratorio que no abastece. Tenemos el de 28 comprimidos pero el que le han recetado a usted es de 30 comprimidos. Se lo podemos dar, pero lo tiene que pagar usted íntegramente.
- Un servidor: Pero, ¿es el mismo producto?
- Manceba: Sí (me lo muestra), pero 28 comprimidos en lugar de 30.
- Un servidor: Ya, pero 28 es menos que 30 ¿no? Si fuese al revés me callaría, pero si la Seguridad Social me paga 30 supongo que me paga esos 28 y dos más. Que yo no le estoy pidiendo que abra otra caja y me dé dos más, sino que me dé, de los 30 a los que tengo derecho, solamente esos 28.
- Manceba: No puede ser, el sistema no lo permite.
Ahí me desarmó. A estas alturas de la vida uno ya ha aprendido, dolorosamente, que contra ‘el sistema’ ninguna razón es bastante. ¡Con la Iglesia hemos topado, amigo Sancho!
De modo que me fui sin el medicamento a pedir cita en el médico para que restase dos comprimidos a la receta. No por los dos euros que costaba el producto, sino por natura. Si hubiese actuado de otro modo, los que me quieren se habrían preocupado: le ocurre algo.
La cuestión se reduce, pues, a lo siguiente: el usuario del sistema se ve absurdamente privado de sus derechos –por cierto, cacareados por los políticos hasta la náusea- por la incuria y el espurio interés del resto de actores. Deseo pensar que se trata de eso y no de la labor de zapa de la quinta columna que el régimen socialista infiltró en la Administración pública y que la mansa collera de los Juanmas no se atreve –o no quiere- liquidar.
El caso es que, sea lo que fuere, se invierte el orden natural de las cosas, y lo que debe ser mero instrumento al servicio de un fin troca en fin en sí mismo, a cuya satisfacción queda subordinado todo lo demás. Y así resulta que el único perjudicado de ese absurdo proceder es el usuario; en tanto que, paradójicamente, los autores y responsables del despropósito (el SAS, por responsabilidad directa por acción y omisión; los farmacéuticos por colaboración necesaria, interesado acomodo y descuidada ética profesional) salen beneficiados de su propia incompetencia o maldad.
El derecho a la protección de la salud que nuestra Constitución reconoce – y que, obviamente, comprende el disfrute en su integridad de las prestaciones del sistema a las que uno tiene derecho, conforme a la ley- se convierte con demasiada frecuencia en mera declaración huera, papel mojado.
Naturalmente, los beneficiados de esta sinrazón no van a ser, precisamente, los que se molesten en enmendarla. Por una parte, los funcionarios y autoridades negligentes saben que ninguna responsabilidad les será exigida por su falta de probidad y que ninguna Institución tutelará de manera eficaz y sumaria a las víctimas de su iniquidad o de su incompetencia.
Y, por otra parte, reducido todo a un descarado mercadeo, quiero decir, donde ningún rigor ético diferencia a los farmacéuticos de cualquier otra clase de mercaderes, yo me pregunto qué razón hay, pues, que justifique el actual modelo oligárquico del sistema farmacéutico. Para eso, mejor nos iría seguramente con un modelo de libertad de establecimiento. La competencia comercial siempre beneficia al consumidor.
Abril, 2019

LA ASQUEROSA PULCRITUD


Es sabido de todos que el sistema sanitario andaluz (la ‘Joya de la Corona’, dijo ella) hace aguas desde largos años ha; particularmente, sus finanzas. De modo que los facultativos de Atención Primaria, conscientes de ello y responsables, a cualquier viejo doliente que aparece por sus consultas le prescriben –sea cual sea su dolencia- un largo paseo diario. Remedio este que no tiene más coste para el erario que el natural desgaste de adoquines callejeros; poca cosa.
No hubiera de librarme yo, pues, de tal praxis terapéutica. Así que –siendo, como soy, para los mandatos de los médicos, sumiso y nada rebelde- abdico diariamente por unas horas del confortable trono de mi particular Reino de Redonda y me abandono a la hostilidad de las calles.
En esas estaba, ruando, cuando llamó mi atención un fenómeno extraño, inusual y chocante: Las calles impolutas y los jardines cuidados, ni rastro de las naranjas que la pasada semana colonizaban por igual aceras y naranjos exuberantes; ahora, en su lugar, algunos brotes de azahar se hacían notar a la vista y al olfato. Desorientado, pensé por un momento ¿pero, es que estoy en Marbella; o sueño, acaso?
Al poco rato tuve la respuesta que me sacó del pasmo cuando vi, no cuadrillas, sino legiones de operarios con los típicos monos de trabajo municipales aplicados a las tareas más diversas: podando, barriendo, regando, ajardinando, bacheando, pintando, en suma, realizando toda clase de labores de adecentamiento de los espacios públicos que, tras largos años en el olvido, ya creíamos extinguidas y desterradas del catálogo de públicos oficios.
No la primavera, habían llegado las elecciones. Nunca me dio tanto asco ver limpia la ciudad. Una pulcritud asquerosa, manchada, sucia. Manchada de malversación y de desprecio. Desprecio a los que trabajan y a los que pagan. Desprecio a los que trabajan, cuya dignidad se ve pisoteada por la necesidad. Alimentados, por las migajas que caen de la mesa del festín electoral. Despreciados, también, los que pagan. O peor, tomados por imbéciles. Como si no tuviésemos ojos y memoria. Aunque, por desgracia, parece ser así: o no tenemos memoria o no nos importa que nos tomen por tontos. Y luego, para colmo, la maldita propaganda. La de los propios gobernantes y la de los medios que en buena medida viven de la teta pública y sacan tajada del festín electoral.
Así, tontos y expoliados, debemos soportar además la sarta de estupideces y lugares comunes que vocean unos y otros: la fiesta de la democracia, el ejemplo de civismo de un pueblo votando en libertad y tantas otras tonterías, para no decirnos la verdad de las cosas: ni elegimos ni contamos. Solo figurantes en la farsa; que, sin embargo, financiamos pródigamente con el sudor de nuestra frente. Mentiras, manipulación y expolio, eso es la fiesta electoral; y un gran negocio para unos cuantos demasiados.
No hay nada noble en la política patria. Al contrario, nada más sucio y degradante. La política aquí es un basural, cuyo fin no es satisfacer el interés general sino los mezquinos intereses de los partidos políticos. Orientada, en suma, a la satisfacción de los intereses de una casta y a su mantenimiento; un fin en sí mismo. La política aquí no es otra cosa que la comunión de la oligarquía partidista, la de todos y cada uno de sus elementos, sin distinción de credos. Así las cosas, ninguna persona decente se dedica a la política, y sálvese el que pueda. Si alguien decente y bienintencionado cae ingenuamente en el juego, poco tardan en echarlo o él en irse. Ahí sólo medran los ambiciosos, que no encuentran otra forma de satisfacer su ego vanidoso; los corruptos, a los que no falta ocasión de enriquecerse con los trapicheos y las influencias –durante y después-; y, como dijo Faulkner, los inútiles que son incapaces de ganar un dólar por sí mismos y que, si no viviesen de eso, se morirían de hambre.
Lo malo es que la farsa se repite insidiosamente ante nuestras indolentes narices y parece no tener fin.
Abril, 2019