Es sabido
de todos que el sistema sanitario andaluz (la ‘Joya de la Corona’, dijo ella)
hace aguas desde largos años ha; particularmente, sus finanzas. De modo que los
facultativos de Atención Primaria, conscientes de ello y responsables, a
cualquier viejo doliente que aparece por sus consultas le prescriben –sea cual
sea su dolencia- un largo paseo diario. Remedio este que no tiene más coste
para el erario que el natural desgaste de adoquines callejeros; poca cosa.
No
hubiera de librarme yo, pues, de tal praxis terapéutica. Así que –siendo, como
soy, para los mandatos de los médicos, sumiso y nada rebelde- abdico
diariamente por unas horas del confortable trono de mi particular Reino de Redonda y me abandono a la
hostilidad de las calles.
En esas
estaba, ruando, cuando llamó mi atención un fenómeno extraño, inusual y
chocante: Las calles impolutas y los jardines cuidados, ni rastro de las
naranjas que la pasada semana colonizaban por igual aceras y naranjos exuberantes; ahora, en
su lugar, algunos brotes de azahar se hacían notar a la vista y al olfato.
Desorientado, pensé por un momento ¿pero, es que estoy en Marbella; o sueño,
acaso?
Al poco
rato tuve la respuesta que me sacó del pasmo cuando vi, no cuadrillas, sino
legiones de operarios con los típicos monos de trabajo municipales aplicados a
las tareas más diversas: podando, barriendo, regando, ajardinando, bacheando,
pintando, en suma, realizando toda clase de labores de adecentamiento de los
espacios públicos que, tras largos años en el olvido, ya creíamos extinguidas y
desterradas del catálogo de públicos oficios.
No la
primavera, habían llegado las elecciones. Nunca me dio tanto asco ver limpia la
ciudad. Una pulcritud asquerosa, manchada, sucia. Manchada de malversación y de
desprecio. Desprecio a los que trabajan y a los que pagan. Desprecio a los que
trabajan, cuya dignidad se ve pisoteada por la necesidad. Alimentados, por las
migajas que caen de la mesa del festín electoral. Despreciados, también, los
que pagan. O peor, tomados por imbéciles. Como si no tuviésemos ojos y memoria.
Aunque, por desgracia, parece ser así: o no tenemos memoria o no nos importa
que nos tomen por tontos. Y luego, para colmo, la maldita propaganda. La de los
propios gobernantes y la de los medios que en buena medida viven de la teta
pública y sacan tajada del festín electoral.
Así, tontos y expoliados, debemos
soportar además la sarta de estupideces y lugares comunes que vocean unos y
otros: la fiesta de la democracia, el ejemplo de civismo de un pueblo votando
en libertad y tantas otras tonterías, para no decirnos la verdad de las cosas:
ni elegimos ni contamos. Solo figurantes en la farsa; que, sin embargo, financiamos
pródigamente con el sudor de nuestra frente. Mentiras, manipulación y expolio,
eso es la fiesta electoral; y un gran
negocio para unos cuantos demasiados.
No hay
nada noble en la política patria. Al contrario, nada más sucio y degradante. La
política aquí es un basural, cuyo fin no es satisfacer el interés general sino
los mezquinos intereses de los partidos políticos. Orientada, en suma, a la
satisfacción de los intereses de una casta y a su mantenimiento; un fin en sí
mismo. La política aquí no es otra cosa que la comunión de la oligarquía
partidista, la de todos y cada uno de sus elementos, sin distinción de credos.
Así las cosas, ninguna persona decente se dedica a la política, y sálvese el
que pueda. Si alguien decente y bienintencionado cae ingenuamente en el juego,
poco tardan en echarlo o él en irse. Ahí sólo medran los ambiciosos, que no
encuentran otra forma de satisfacer su ego vanidoso; los corruptos, a los que
no falta ocasión de enriquecerse con los trapicheos y las influencias –durante
y después-; y, como dijo Faulkner, los inútiles que son incapaces de ganar un
dólar por sí mismos y que, si no viviesen de eso, se morirían de hambre.
Lo malo
es que la farsa se repite insidiosamente ante nuestras indolentes narices y
parece no tener fin.
Abril,
2019