Disculpe el lector –tan paciente y benevolente como
desocupado- el ejercicio de petulancia, pero tengo que decir que el desenlace
de esta desigual contienda ya estaba anunciado desde sus inicios.
Ya lo advertí cuando, a finales del año 2010,
comenzaba la lucha: “Yo, que practico el
pesimismo racionalista, pienso que esta guerra está perdida, porque, como dijo
De La Boetie –hace ya cinco siglos-, el hombre no ama la libertad, porque si la
amara sería libre. No obstante, del mismo modo pienso que, aunque sea una causa
perdida, hay que dar la batalla. Por dignidad.” (Por
dignidad)
Unos días más tarde, en el ocaso del año, el
Sindicato Andaluz de Funcionarios (el único entre los sindicatos de la
Administración andaluza que mantiene la dignidad y la toga limpia de polvo del
camino) presentó querella contra el presidente de la Junta de Andalucía y todo
el Consejo de Gobierno por presunto delito de prevaricación cometido con la
aprobación del decreto-ley 5/2010 –vulgo decretazo o ley del enchufismo-;
querella que fue admitida a trámite por el Tribunal Supremo. Volví a manifestar
entonces (Griñán
ante el Sanedrín) mi escepticismo respecto a la suerte de la querella. Dije
entonces, y sigo sosteniendo ahora porque nada ha cambiado, que no hay
esperanza en un sistema en el que los distintos poderes del Estado se
retroalimentan para defender sus intereses oligárquicos. Sostuve que nada cabe
esperar de una justicia sometida al poder político; y que la justicia aquí
agravia más que el delito. Y, efectivamente, el TS acabó dando carpetazo a la
querella al estilo de Muñoz Seca: tengo
su escrito delante, pronto la tendré detrás…
(Por cierto, el Tribunal Constitucional ha
sentenciado recientemente que el Consejo de Gobierno usurpó la potestad
legislativa con tal acto; o dicho de otro modo, los hechos -y la calificación
jurídica de los mismos- denunciados por el Sindicato Andaluz de Funcionarios
ante el TS se revelaron ciertos; o sea, el Consejo de Gobierno actuó contra la
Constitución y, sin embargo, a pesar de la querella, eso no ha merecido por
parte de la justicia, no digo ya un reproche penal, sino ni siquiera una
apariencia de investigación; no se han molestado siquiera en subir el telón y
representar la farsa, pese a habernos cobrado la entrada.)
Un par de años más tarde, unos días antes de las
elecciones, cuando la efervescente revolución funcionarial llenaba las grandes
alamedas de bravos efímeros luchadores y de contumaces oportunistas, seguí
advirtiéndolo (A
vueltas con la justicia): “Hace algún
tiempo que, en estas mismas acogedoras páginas, manifesté mi escepticismo
respecto a que esta vía –la judicial- pudiese proporcionarnos alguna
satisfacción (…) Así pues, abandonen toda esperanza aquellos que confiaron en
la solución del conflicto por la vía judicial (…) La única rendija abierta a la
esperanza se llama cambio político. La única oportunidad de vencer en este
conflicto es acabar con este régimen putrefacto y fétido. Ahora tenemos una
ocasión, tal vez la última. Delenda est Cartago.”
Y así, en otras diversas ocasiones.
De modo que el reciente pronunciamiento del
Tribunal Constitucional ni me ha sorprendido ni, menos aún, decepcionado, ya
que ninguna justicia espero de los jueces; y, como dijo un socrático personaje
de Hitchcock –el capitán Wiles-: “bienaventurados
los que nada esperan, porque no quedarán decepcionados”.
Para quien no esté enterado, si queda alguno, el
garante de la Constitución ha venido a dar la razón en esta guerra contra el
enchufismo al régimen andaluz y la puntilla al modelo constitucional de
Administración Pública consagrado en la Constitución de la que, supuestamente,
eran garantes. También han liquidado el modelo de Función Pública imparcial,
profesional y meritocrática; y el acceso de la ciudadanía a la misma en
condiciones de igualdad.
El Tribunal Constitucional ha consagrado el mayor
atentado cometido hasta la fecha contra los principios constitucionales de
acceso a las funciones públicas y contra el modelo constitucional de
Administración Pública. Ha consagrado que la gestión ordinaria de los asuntos
públicos quede en manos de entidades de naturaleza privada o híbrida, no
sometidas al derecho administrativo y, por tanto, a los controles jurídicos que
garantizarían que su actuación se somete al imperio de ley y se realiza en
favor del interés general.
Por si eso no fuese suficientemente grave per se,
el garante (jajaja) de la Constitución da también sus bendiciones a la mayor
prevaricación de la historia de España: la conversión en empleados públicos (y que
se deje de palabrerías y distinciones bizantinas que lo único que ponen de
manifiesto es que tienen plena conciencia de lo que hace) de una legión de
aproximadamente 30.000 personas, que han accedido al empleo público sin que
mediara convocatoria pública, ni concurrencia en régimen de igualdad, ni
pruebas objetivas de acceso conforme a criterios de mérito y capacidad, ni
transparencia en el procedimiento de selección, ni, en suma, ninguno de los
requisitos ni garantías exigibles para ello en un estado de derecho.
Con esta sentencia infame el Tribunal
Constitucional abre una vía inquietante y muestra el camino a seguir a las
administraciones y a los ciudadanos. A las administraciones les manda el
mensaje de que, pese a lo que establece la Constitución, su voluntad está por
encima de las leyes; que pueden hacer de su capa un sayo para eludir los
controles legales, bajo el argumento de la potestad de autoorganización.
Y, siendo eso malo, es peor aún el mensaje dirigido
a los ciudadanos. Permítame el lector que lo ponga en román paladino, con el
que suele el pueblo hablar a su vecino; vienen a decir los magistrados (excepto
uno, lúcido y más decente): “Señores ciudadanos, que tontos y que ingenuos son
ustedes. Mira que creerse lo que dice la Constitución. Pero so pánfilos, no
veis que es todo mentira, desde el artículo 1, ese que dice que la soberanía
reside en el Pueblo. Jajaja, pero que cándidos, ¡creerse eso de la igualdad en
el acceso a las funciones públicas, conforme a los principios de mérito y
capacidad!, para partirse. No se dan cuenta ustedes que lo que hay que hacer,
en vez de estudiar y prepararse, es apuntarse a un partido político o tener una
buena recomendación o un buen enchufe. Aprendan ustedes de nosotros, no sean
idiotas”.
No puedo evitar acordarme de Pacheco, el ex-alcalde
de Jerez –el que dijo que la justicia es un cachondeo, y se quedó corto- y de
Quevedo. De Pacheco por su cortedad de miras y su tibieza. Si hubiese creado
una empresa municipal y hubiese metido a toda su familia, a todo su partido y a
medio Jerez y luego hubiese creado una agencia municipal e integrado en ella la
empresa con toda su cohorte de enchufados, todos serían empleados públicos y él
estaría colmado de bendiciones, y hasta seguiría de alcalde. Como un señor. En
lugar de eso, en vez de enchufar a 20.000, sólo metió a dos; y está en la
cárcel (el fiscal le pidió 20 años). Pobre imbécil.
Y es que, como dijo Quevedo, en España los grandes
crímenes se premian; se coronan, dijo. Aquí lo que no está bien visto es el
delito al por menor, el menudeo.
No hay remedio, ni esperanza, esto durará sin duda
alguna más de lo que duró el túmulo sevillano a Felipe II. ¡Oh, gran Junta!,
Roma triunfante…
Max Estrella, cesante de
hombre libre
Diciembre, 2015