Insólito mayo, que aún nos regala musicales lluvias ya casi olvidadas. Han vuelto las lluvias este año, y son aquellas mismas de nuestra infancia. Entonces, cuando eramos niños, en tan lejana época ya, el año tenía estaciones, el cielo estrellas, y llovía. En el otoño el suelo del Paseo se llenaba de hojas y de castañas, y llovía; en invierno hacía un frío de espanto -un frío de pato, como dicen los franceses- y se helaban las fuentes, y llovía, y alguna vez nevaba; en primavera todo estaba florido, colorido y luminoso, y llovía. También en verano nos sorprendía en el cine alguna tormenta veraniega, que nos obligaba, para no terminar como una sopa, a ponernos la silla de enea por sombrero, porque la función nunca se suspendía por tan poca cosa. Los niños teníamos botas de agua, con diversa longitud de caña, algunas hasta las rodillas, como las que gastaban los pescaderos de la plaza de abastos, pero eso a la postre resultaba siendo indiferente, porque siempre encontrábamos charcos lo bastante profundos como para que, una vez inmersos en su travesía, el agua lograra inundar el interior de las botas. Una hermosura de charcos, que la curiosidad infantil por conocer lo arcano de sus profundidades convertía en divertida aventura; y eso que salíamos de casa camino del colegio convenientemente amonestados. Lo primero que nos advertían las madres los días lluviosos era eso: ¡no te vayas a meter en los charcos! Como si no lo supieran. Ahora apenas se ven niños con botas de agua. Tampoco hay charcos como los de antes; de naturaleza lacustre, digo. Los ayuntamientos se cuidan mucho de que no los haya, para evitar tener que indemnizar por los daños sufridos en sus personas o en sus caros zapatos de importación a los que accidentalmente pudieran naufragar en ellos. Son los ayuntamientos, pues, muy cuidadosos con sus socavones. No quieren que nadie se meta en ellos y que ni siquiera los mire o los toque. Los jueces, siempre atentos a lo que importa, parecen amparar ese celo. El otro día leí en los papeles que un ciudadano, descontento con un bache en la puerta de su domicilio, ante la incuria municipal, decidió repararlo él mismo y a sus expensas. La municipalidad lo demandó, y el juez lo condenó a excavar de nuevo el agujero: «Ya que tiene usted alma de peón caminero -eso no lo dicen los papeles, pero yo me lo imagino así, porque he tenido mucho trato con la Justicia- no le voy a multar, pero me va a dejar usted el pavimento municipal tal como estaba, es decir, con su hermoso hoyo», sentenció el juez. Y es que ni el alcalde ni el juez querían privar a las criaturas, en caso de que lloviera, del placer de solazarse en el charco.
Pienso en las cosas que se han perdido y las que están en peligro de extinción por causa de la modernidad, el progreso de la ciencia o los caprichos de la naturaleza, cuyo pulso supera el paso de las generaciones e incluso la incuria de los políticos, pese a ser esto tan difícil de vencer. Algunas de esas cosas infunden en el ánimo la idea -la duda- de si el progreso consiste verdaderamente en una mejor vida. Y ayudan a constatar dolorosamente que, pese a sus comodidades y oportunidades, progreso y felicidad no son en absoluto sinónimos ni, mucho menos aún, guardan relación de causa y efecto. Y a concluir, también, que lo mejor es a veces lo más sencillo y elemental. No incluyo entre esas cosas los apagones de electricidad, tan familiares en nuestra infancia, y que recientemente hemos tenido ocasión de padecer, porque los apagones siempre resultan dañinos, no son nada simpáticos. No, no me refiero, pues, a los apagones sino a otras cosas más entrañables, dignas de añoranza y memoria.
Sumido en esa divagación -levitando, como cariñosamente me reprocha Ana-, repaso y rememoro algunas de esas cosas hermanadas a la infancia, ahora ya esfumadas, que echo de menos a veces; empezando, precisamente, por la felicidad, aquella despreocupada felicidad infantil. Dios, en su infinita sabiduría, sabe que la felicidad no debe prolongarse más allá de la niñez, porque de otro modo no lo necesitaríamos, por eso nos obsequia pródigamente desdichas y pesares. Pero ese es otro asunto, volvamos al tema: aquellas entrañables cosas de entonces. Como los juegos; los juegos, sin nada, en la calle, y que, a veces, había que interrumpir al paso de las solípedas bestias, cuando al atardecer regresaban a casa los labradores. Sólo eso hacía falta: calle y niños. Nada más, ningún objeto, todo a cargo de la imaginación infantil. O el cine. Las matinés en el cine principal -¡Viva el rey Abós, estribor ha muerto!-; los programas de las películas, que repartía por todo el pueblo con su simpático y singular trote zambo Paturrano -que el ingenio y gracejo del pueblo llano suele estar teñido las más de las veces de crueldad-, y que luego servían a la chiquillería para una diversidad de juegos y negocios. Y las repulsivas libidinosas salamanquesas del Jardín Cinema, que se posaban sobre los labios de Sofía Loren, y nos inquietaban. O la naturaleza; esos paseos a la Vía Dolorosa de la Atalaya, alfombrada de candilitos lilas, o al Calvario, que en eso consistía, en salir de paseo al campo, la asignatura de primero de bachillerato Observación de la Naturaleza, que impartía -con el pucho pegado a la comisura de los labios- don Rafael, el profesor titular de dibujo, amigo de mi abuelo y contertulio en la que hacían en la talabartería de la calle Terzuela, decorada profusamente con almanaques de señoras ligeras de ropa, y también profusamente regada con caldos de Montilla o Moriles, y a la que en más de una ocasión, en que quedé al cuidado de mi abuelo, tuve el honor de asistir, aunque, obviamente, sólo en calidad de oyente, sin derecho a la libación ni a la palabra. O las excursiones con los padres y tíos a la Fuente de las Piedras o a la Fuente del Río, con toda la parafernalia que entonces se gastaba en tales circunstancias: las cestas de mimbre, los manteles ajedrezados en rojo o azul, la cubertería de campo, con sus curiosos vasos plegables de variados colores, todo ello coronado con el menú frío típico de las excursiones: filetes empanados, muslos de pollo, tortilla de patatas, huevos duros, etc., y de postre el melón o la sandía, que se sumergían en agua nada más llegar para que estuviesen frescos en el momento de comerlos. Las calurosas noches veraniegas, plagadas de grillos y de primas, sentados en el llanete del cortijo del bisabuelo Papá Rafael, contemplando el cielo estrellado y oyendo las truculentas historias de los tíos a la siseante luz del carburo. O los tontos y locos coterráneos, cada cual exhibiendo sin descanso su singular genialidad y su locura; hoy ya no hay locos por las calles, o han perdido su mordaz encanto y nos los cruzamos sin siquiera reparar en ellos, o los esconden las autoridades para que no nos hagan pensar, o, simplemente, ya no quedan, o somos, tal vez, ahora nosotros los tontos o los locos.
Y en otro orden de cosas, más graves y menos jocosas o festivas, pero también, a pesar de eso, entrañables, los supositorios, por ejemplo. Mis nietos todos desconocen el tormento infantil del supositorio, que aun así preferíamos cuando éramos niños al terrible pinchazo de la inyección y, sobre todo, a la inquietante liturgia de su preparación; el alcohol ardiente en la funda metálica de la jeringa, para esterilizarla junto a la aguja -el brozno autoclave del practicante-. Yo me desmayaba -aflatarse se usaba decir en mi pueblo; me aflataba, pues- a veces, ante espectáculo tan dantesco, que evocaba en mi tierna imaginación las llamas del infierno o del purgatorio, según las imágenes que, conforme a la ortodoxia, eran de general aceptación.
Todo eso se ha desvanecido; como dijo Roy Batty, replicante Nexus-6, en Blade Runner, todo eso desaparecerá como lágrimas en la lluvia. No hay esperanza, pues, para los supositorios, las botas de agua, los charcos…, sólo la memoria de los que vivimos ese tiempo. Después, la oscura bajeza del olvido, polvo, nada.
Mayo de 2025