EL LAMENTO DE ENEAS

Madre de los Enéadas, nutricia Venus,

todos te siguen con ardor a donde tu

dispones conducirlos. Puesto que tú sola

gobiernas la naturaleza de las cosas…

(Lucrecio, De rerum natura)


Mientras releo por enésima vez mi libro favorito, la Eneida, en la traducción que del inmortal poema del divino Virgilio hizo el jesuita Aurelio Espinosa Pólit, que le llevó toda una vida, pues la perfección se alimenta no sólo de talento, empeño y afán, sino, sobre todo, de tiempo, como bien sabe Dios a su pesar, llego al libro cuarto y, ya que acostumbro a leer con el fondo amable de la música de los grandes clásicos, se me ocurre que qué mejor acompañamiento para este flébil capítulo que comienzo que el Dido y Eneas de Henry Purcell, así que eso hago. Voy disfrutando, como siempre, de su lectura, que ni siquiera un gran vino o uno de los mejores Macallan, que atesoro y raramente bebo para que no se acaben, llegan a procurarme tanto gozo y deleite, y sigo, por supuesto, con mi anticuado lápiz bicolor, subrayando en rojo o azul, dependiendo de la fuerza poética del texto y del impacto que éste produce en mi ánimo, los pasajes más sublimes que a cada nueva lectura voy descubriendo, lo que afortunadamente siempre ocurre, de modo que ya casi no queda un párrafo en el libro que no haya sido resaltado o anotado, cuando sumergido en la desgarradora historia percibo que suena en ese momento el ‘lamento de Dido’, y son tan conmovedores los bellos hexámetros de Virgilio -“...pues nada en mi desdicha me he reservado, sino sólo el llanto...”- como la exquisita y delicada y melancólica aria de Purcell que no puedo evitar que algunas lágrimas huyan furtivamente de mis ojos dejando su flébil huella sobre las mejillas.
El amor anda siempre en conflicto con el tiempo, con la mentira y con el destino; y aunque Albert Einstein que debía estar locamente enamorado cuando dijo que lo consideraba la fuerza principal de la naturaleza, por encima de las cuatro clásicas fuerzas fundamentales, a mí me parece que, pese a su naturaleza tiránica, como tan bella y poéticamente apuntó mi paisano don Luis, lleva siempre las de perder, y siempre pierde.
Ya sabemos que el tiempo todo lo devora o lo consume o lo destruye; no se había de librar de su poder aniquilador el amor, como sabiamente advirtiera Quevedo: el amor si no lo mata la hambre, lo mata el tiempo. Y qué decir de la mentira; que esa sí que es la auténtica fuerza que mueve el universo, como supo ver y advertir tan lúcidamente Jean François Revel. Y, desde luego, igual que sucede con el tiempo, tampoco puede sustraerse el amor a su demoledora garra. De esa manera, víctima del interesado engaño, sentía la desdichada reina cartaginesa su frustrado amor; y aguijoneada por la Fama -que tanto es su empeño en la mentira infanda...- reprochaba amarga y furiosamente a Eneas su fingido himeneo. Y luego está ese otro gran enemigo, no sólo del amor: el destino o el hado o el azar o el fatum o los dioses, o comoquiera que queramos llamar a aquello que sólo un ciego como Borges pudo ver y exponer tan aguda y nítidamente, en uno de sus poemas sobre el ajedrez, o sobre la vida, que son la misma cosa: Dios mueve al jugador y éste la pieza, ¿qué Dios detrás de Dios la trama empieza…?, o sea, como quiera que queramos nombrar a esa fuerza suprema que maneja los hilos de esta trama que es la existencia humana.
Y pienso: siempre la misma historia. Eso es todo, a eso se reduce nuestro papel en esta obra. Marionetas movidas por la despiadada mano del destino, con sus tenebrosos ineludibles hilos, los humanos. Y pienso también cómo el hado o el azar o Dios o lo que sea que mueva los hilos de esta trama trágica termina frustrando aquellos que se fantaseaban venturosos designios.
¡Ah, si vivir mi vida me dejasen los Hados al sabor de auspicios propios y arreglar a mi gusto mis cuidados...!, se lamentaba, o se justificaba Eneas ante Dido o, tal vez, ante su propia conciencia. Y pienso que el lamento de Eneas es en el fondo paradójico y, en tal medida, injusto. Porque, siendo el amor azaroso por naturaleza, ya que uno no elige a la persona de la que se enamora; no se dice: voy a enamorarme de tal o de cual, sino que el amor surge sin más, ajeno a nuestra voluntad y a nuestros deseos y conveniencias. Y siendo eso así, digo azaroso en su nacimiento, ¿por qué entonces no ha de serlo igualmente en su vivencia y extinción? No comprendo, pues, el lamento de Eneas, y que se queje de que el hado gobierne el timón de sus amores. Por otra parte, además, él es hijo de diosa, la del amor precisamente, semidiós por tanto, lo que en cierto modo, a mi modo de ver, legitimaría el interés del olimpo para inmiscuirse en sus asuntos amorosos, que, al fin y al cabo, no serían sino un asunto de familia. Pero nosotros, simples mortales, qué motivos o interés hemos dado o podemos suscitar en los dioses para que se entrometan y mangoneen nuestros cordiales negocios -tan triviales y baladíes- como si fuésemos títeres, salvo que, como dijo Homero, lo hagan para que podamos entretener a las futuras generaciones con la narración de nuestras desdichas, cosa verdaderamente cruel, o hermosa, ya no sé. De modo que al final, quiero decir después de pasar un buen rato extasiado en el asunto -o, como cariñosamente suele decirme Ana: levitando; siempre estás levitando- vuelvo a leer el lamento de Eneas: ¡Ah, si vivir mi vida me dejasen los Hados al sabor de auspicios propios y arreglar a mi gusto mis cuidados...!, y aunque lo percibo poco espontáneo y un tanto artificioso, como he dicho, termina llenándome de melancolía, y acabo como él lamentándome: ¡qué más quisiéramos también, nosotros los vulgares y desdichados humanos, que ser verdaderamente libres!

Octubre de 2024

LOS UBÚ

Añorando, mucho más que evocando, un feliz viaje que años atrás hicimos a Bretaña, un flash puso ante mis ojos el recuerdo del momento en que pisamos las baldosas de la rue Alfred Jarry, en el centro de Rennes, capital de la región. La asociación, ese reconfortante mecanismo neuronal que nos redime -o nos condena, váyase a saber-, de que lo vivido no sea equiparable a lo soñado o lo fantaseado, suprimiendo así el pasado y convirtiendo cada día en el día inaugural de nuestra existencia, pero también esa especie de insidioso Pepito Grillo del que se vale la memoria para aguijonear nuestra conciencia, o causar fastidio a la de otros, me abdujo en una concatenación de reflexiones, que expondré seguidamente al lector, pero cuya conclusión no puedo dejar de anticipar: ¿Cómo es posible -terminé preguntándome- que la ingente cofradía de la ‘santa columna’ con su legión de plumíferos haya pasado por alto el hecho -que yo ahora veía tan evidente- de que Sánchez, nuestro Perro Sánchez, y su señora, Bego.frundaiser, son tal cual como los personajes Papá y Mamá Ubú, de la vanguardista obra de Jarry, Ubú rey, tan ambiciosos, tan mentirosos y tan sin escrúpulos?

Hay quien sostiene que los Sánchez son como los Macbeth; ¡ya quisieran!, los Sánchez, digo. La comparación es inapropiada por excesiva. Los Macbeth cumplían los designios del Hado, marionetas del destino, de un destino histórico con mayúsculas; eran, en suma, como somos nosotros: humanos, movidos por mano ajena. Personajes, aun en su abyección, ilustrativos y pedagógicos, nacidos para la leyenda, para hacer realidad los retorcidos caprichos del destino, y servir de amonestación a las generaciones futuras sobre las consecuencias de la ambición desmedida. Los Sánchez, por el contrario, carecen de toda grandeza, son personajes de marionetas bufas o de nefasto sainete. Los Sánchez, a despecho del Hado y de la ética, se han labrado personalmente, sirviéndose hábil y vilmente de la ambición de otros como ellos, su propio destino de fantoches, infame destino, ajeno a lo humano, ajeno a la escasa nobleza de lo humano pero colmado sin embargo de lo más despreciable de sus vicios; mas rentable al bolsillo y al ego, es verdad; ya veremos hasta cuándo.

A quien de verdad, pues, se parecen los Sánchez son a los grotescos personajes de la obra de Jarry: a Papá y Mamá Ubú.

Al matrimonio Sánchez, como a los Ubú, lo único que les importa es el poder y el dinero. Poder y dinero, es todo lo que les motiva. Las señoras dominadas por una desmesurada ambición por el dinero, aguijonean a sus maridos para hacerse con el poder, con todo el poder, de cualquier modo o manera, sin disimulos. Poder absoluto, para valerse de ello como medio o instrumento de asegurarse satisfacer su desbordada codicia. Los Sánchez, como los Ubú, no dejan de ser los zafios personajes de una historia zafia. Ellos ambiciosos déspotas, ellas oportunistas y calculadoras codiciosas; todos ahítos de vileza y exentos de decencia y dignidad. Primero voy a reformar la Justicia, después la Hacienda: estableceré un impuesto sobre la propiedad, sobre el comercio, sobre la industria, sobre los casamientos y hasta sobre los fallecimientos, decía Ubú, insaciable. A lo que Madre Ubú, conocedora de los clásicos, no como esta ágrafa catedrática nuestra, objetaba: si no repartes carne y oro serás destronado antes de dos horas...

¿Les suena de algo?

Recuerdo cuando allá por los primeros años ochenta del pasado siglo -¡cómo pasan los años!; como decía mi madre: estos cuarenta años se me han pasado volando-, se estrenó en el Teatro Lope de Vega de Sevilla Ubú rey, lo primero que nos sorprendió y nos dejó en cierto modo atónitos, pese a tener asumido que nos enfrentábamos a una obra vanguardista, fue el extraño hecho de que al acceder al teatro, tras entregar la entrada, nos facilitaron una hermosa bolsa de plástico, o de cartón, no recuerdo ese detalle, colmada hasta los topes de gurruños de papel. ¿Qué narices es esto? nos preguntábamos, cuando decepcionados al ver su contenido que, cándidamente, habíamos imaginado podrían ser delicatessen del obrador de Ochoa o de La Campana, para pasar un buen intermedio, supimos que lo facilitado no era otra cosa que munición bélica, para la batalla que, en su momento, habría de librarse entre espectadores y figurantes. Llegado el acto escénico, agredidos por los figurantes de la obra con las mismas armas que nos habían sido facilitadas a la entrada, respondimos al ataque con valentía y entusiasmo. Me figuro que a los del gallinero les darían también un tirachinas -o como se decía en mi pueblo y en algunos otros pueblos cordobeses, una lastiquera; vocablo hermoso, desafortunadamente perdido, tal vez por su escasa o nula utilidad en estos tiempos de desmesurado desarrollo de la tecnología y del asunto armamentístico- para tener alguna posibilidad de alcanzar al enemigo. En el fragor de la batalla no sabíamos ya con certeza si luchábamos para derrocar al tirano o contra sus enemigos los polacos para defenderlo y sostenerlo. Ahora se me antoja que aquello bien pudiera ser alegoría de esta confusa situación política que vivimos estos días. Quiero decir que aquellos gurruños no son sino esas mismas papeletas electorales que de modo parejo arrojamos a las urnas como antaño arrojábamos al escenario las bolas de papel. Y que, igual que entonces, imaginamos que servirán para acabar con la tiranía del sátrapa, cuando, por el contrario, por la naturaleza de las cosas -por no decir crudamente partitocracia-, sirven para perpetuarlo en el trono usurpado y facilitar su rapiña. Y todavía hay ingenuos -el club de los inocentes, les bautizó cínicamente el maquiavélico Münzenberg- que llaman a esto democracia y fantasean que son ellos los que mueven los hilos de la trama. ¡Angelitos!

Octubre de 2024

PREGUNTAS DE UN JUBILADO QUE LEE

Hay días que, aunque uno pretenda vivir ignorante, el tufo pestilente de la noticia le abre los sentidos al mundo y lo obliga a reflexionar y a preguntarse. Esto me ha pasado al ver por casualidad, entre el aluvión de vídeos y documentos que uno recibe por guasap, un vídeo del europarlamentario Alvise Pérez, que me envió una amiga fecunda en tal tarea, y que cuenta de primera mano, en primera persona, mostrando los datos de su cuenta corriente, cómo la Eurocámara, además de su sueldo de parlamentario de 12.000 euros al mes, le ha ingresado mensualmente otros 12.800 euros -exentos de tributación a Hacienda- en concepto de dietas, ¡en un mes inhábil, en el que el Parlamento está cerrado!

Igual que sucede cuando se abre una botella previamente agitada de Coca-cola, después de dar paso a la indignación y liberar una buena porción de mala leche, aun siendo raro que, acostumbrados como estamos a tantos despropósitos y desmanes de la casta infame, algo nos sorprenda e indigne todavía, más calmado, digo, me abismo en la reflexión de que estamos gobernados -porque así lo hemos deseado, no se olvide- por una cleptocracia, esto es, por una banda de ladrones.

No ya la de los cuatro golfos, expresión con la que Chaves, el de aquí, nuestro Chaves, definió a la banda de los EREs.; ni siquiera las bandas partidistas que como sanguijuelas o garrapatas nos chupan la sangre, no. Me refiero a las propias instituciones públicas, son las propias instituciones, constituidas en banda de ladrones, las que perpetran el robo. Cleptocracia, pues.

Y en el espacio de esa reflexión, me hago algunas preguntas, que obviamente nadie responderá. Así, emulando el bello poema de Bertold Brecht “Preguntas de un obrero que lee”, las traslado a este papel para que el amable y desocupado y avispado lector las destripe, y alumbre algo de verdad en ellas, sin necesidad de respuestas, como hacía Sócrates mediante su mayeútica.

¿Son los políticos servidores de la ciudadanía; o, por el contrario, la ciudadanía está al servicio de los políticos?

¿Es razonable que el servidor goce de privilegios que no son dados al señor?

¿Acaso enaltece la imagen de un país que los servidores de sus instituciones gocen de privilegios inaccesibles al soberano –el pueblo- y vivan en el lujo mientras éste va descalzo o en alpargatas?

¿Cuántos más privilegios, ocultados a la ciudadanía, disfrutan esta casta infame, disimulados bajo la bandera de la igualdad?

¿Cuántos más privilegios y prebendas habremos de sufragar con nuestro esfuerzo y trabajo bajo el discurso de la dignidad de las instituciones?

Los indignados del 15M, hoy pisamoquetas en el Gobierno o en sus innumerables colonias, afirmaban que un salario público que superara en tres veces el salario mínimo era una inmoralidad. Ahora que tienen el poder (sí se puede, podemos) de corregir tal injusticia, ¿han cambiado ese estatus injusto e inmoral?

O, al menos, ¿han renunciado a tan inmorales privilegios?

¿Han cambiado las cosas, o han cambiado ellos?

¿Podríamos decir entonces que nos mintieron para que les votásemos; y que seguimos gobernados por una casta de privilegiados parásitos, de la que ahora ellos -los puros- forman parte?

¿Cuántos más atropellos nos esperan bajo el estandarte de la justicia?

¿Cuántos niños vivirán pobremente para que estos sátrapas vivan en el lujo y en el exceso?

¿Cuántos ancianos desatendidos, después de una vida entera de trabajo y sacrificio, para que a ellos no les falte un capricho?

¿A cuántos miles de pensionistas habrá que reducirles la mísera pensión para pagar a tanto Judas sus 30 denarios de plata?

¿Cuántos profesores habrá que despedir para pagar un solo mes de sueldo a estos sinvergüenzas inútiles?

¿Cuántos hospitales dejarán de construirse; cuántos médicos sin contratarse; con que unidad de tiempo llegarán ya a medirse las listas de espera?

¿Puede medirse el sufrimiento? ¿Cuánto sufrimiento ajeno cuestan los privilegios de esta casta abominable?

¿Cuántos barriles de lágrimas son necesarios para abastecer las bodegas de la Moncloa?

¿Por qué seguimos votándolos; será porque quien los vota no contribuye a pagar sus privilegios o recibe algunas migajas del expolio que otros padecen y sufragan, o es que son tan ingenuos, o tan imbéciles, que aún no han percibido el engaño?

¿Por cuánto, por qué cifra, hay que multiplicar las mentiras de los políticos para que se acerquen siquiera a la verdad?

Parafraseando a Gil de Biedma, todo en la política de este país de todos los demonios no es, sin más, mal gobierno, mentira y latrocinio, sino un estado místico del hombre, la absolución final de nuestra historia mas nuestra condena personal... ¿para la eternidad?

Septiembre de 2024

CONTINUACIÓN DEL COLOQUIO DE LOS PERROS

Recientes investigaciones nos han traído la grata noticia de que Miguel de Cervantes no era de Alcalá de Henares, sino de Córdoba. Y, siendo de Córdoba, digo yo que de qué pueblo podría ser sino de Cabra, cuna de tanta gente ilustre o más. Tal idea quedó corroborada por el hecho de que en la biblioteca municipal Juan Soca de Cabra se halló hace unos días el manuscrito de la segunda jornada del cervantino Coloquio de los perros, que contiene el relato de Cipión, curioso relato, en verdad, y muy actual, como podrá comprobar el lector ya que la municipalidad egabrense, propietaria del manuscrito, ha decidido gentil y generosamente ofrecerlo incondicionalmente al público. Helo ahí:


CONTINUACIÓN DEL COLOQUIO QUE PASÓ ENTRE CIPIÓN Y BERGANZA,

A QUIEN COMÚNMENTE LLAMAN ‘LOS PERROS DE MAHUDES’

Amigo Berganza, hemos de dar gracias a Dios por habernos concedido el don de la habla por una noche más, que así será mi ocasión, como teníamos acordado, de comunicar la curiosa conversación que sostuvo un señor licenciado con un alférez de su Majestad, historia de la que no tienes noticia, querido hermano, por haber sucedido en días antes de aquella otra noche en que me viste llevando la linterna de las ánimas con el buen cristiano Mahudes y que por tal afortunado encuentro el bendito Mahudes te eligió y tomó por compañero y hermano mío y te trajo a este hospital de la Resurrección, donde desde entonces hemos compartido esteras y sucesos prodigiosos.

Estaban, digo los mentados licenciado y alférez, sentados a la entrada de un mesón que lo llaman El Ocho, que está al poco de cruzar los arcos de la calle de Baena, y que acoge en su interior una rebotica donde se juega el veintiuno y otros juegos de naipes, frecuentada por tahúres, valentones, folloneros y gentes de puntilla ligera. Dejóme Mahudes cerca dellos, mientras diligenciaba unos asuntos con un escribano, eso dijo, pero barrunto que en verdad entró en la taberna a comerse un crispín -que los de esa casa gozan de gran fama y renombre- que no quiso compartir conmigo, y te diré, por si no sabes qué es el crispín, que es un sabroso rollito de comida parecido a un flamenquín, pero elaborado con un filete de merluza o rosada o lenguado que enrolla en su interior unas gambas o langostinos. Y, aunque me privó del placer de disfrutar tal manjar, gracias a que dejóme en la calle, pude oír lo que hablaron el licenciado y el alférez, que, por parecerme curiosa teoría política sobre el fisco, me place contarte por ver si te sorprendes como a mí me sucediera. Esto fue lo que hablaron:

- Dígote, amigo alférez, que los ladrones, que vacían las arcas públicas, o les alivian su peso, si son políticos, no debieran ser perseguidos ni molestados ni entorpecidos en sus tareas de rapiña, y que se les ha de dejar obrar impune y libremente, sin trabas ni cortapisas.

- Señor licenciado, voacé disparata por causa de las tercianas que ha sudado, o mi pobre entendimiento no alcanza a seguir y comprender lo que trata de decirme.

- Digo, señor soldado, que estorbar el voraz y codicioso pillaje de los políticos no sólo no sirve para nada, sino que resulta aún peor para nuestros intereses de paganos, pues a lo robado, que jamás es hallado ni devuelto, hemos de añadir otra ingente cantidad de dineros. Vea voacé si no:

Primeramente, los gastos de la averiguación de los hechos, que dicen de la investigación policial, que siempre suele durar largos años, y que comprende, como poco, los sueldos de los alguaciles y los gastos que llevan parejos, como son los relativos a los medios e instrumentos necesarios para desempeñar su labor: transporte, luminarias, realización de pruebas, adquisición de instrumentos, dietas, etc. Luego que esta haya resultado aceptablemente provechosa, pásase el asunto a la Justicia, y aquí entran en danza gran cantidad de ujieres, ordenanzas, escribanos, fiscales y jueces que se ocupan de la instrucción de la causa y de formar lo que ellos definen como el sumario, seguramente así llamado porque no conoce otra regla que la de la suma, sumar y añadir ceros a la cuenta de gastos, pues todos los que intervienen en esta parte del proceso tienen la mala costumbre, si no el vicio, de pretender cobrar por su trabajo y que, además, los gastos aparejados a su desempeño, que son cuantiosos, los pague el común, en lugar de sufragarlos ellos de su propio peculio. Cuando la instrucción ya está madura y el sumario formado, lo que suele suceder lustros después de que se iniciara, llega el turno de juzgar, que toca a los ilustres ropones de las más diversas categorías, de las audiencias provinciales, de los tribunales superiores de la correspondiente región, de la Audiencia Nacional, etc., gente importante con su cohorte de auxiliares, memorialistas, documentalistas, pendolarios y demás especies de coadyuvantes, cuyos gastos y emolumentos no son precisamente moco de pavo. Y como sus designios nunca son del agrado de alguna de las partes litigantes, son llamados a escena -nunca mejor dicho, creo, pues ahora los asuntos de la Justicia más parecen farsa que otra cosa- los gatos forrados. Dirá voacé, señor soldado, qué disparate es ese de los gatos forrados, pues dígole que lo leí en un libro de un tal François Rabelais, intitulado Gargantúa y Pantagruel, y desa manera se aludía en él a los magistrados, debido a que con piel de gato iban forrados los birretes y adornadas sus togas. Estos puñeteros -y sepa vuesa merced que no lo digo porque practicaran el onanismo, sino por las ricas puñetas de encaje de Flandes que adornan sus togas- se ocupan de solventar las apelaciones, revisiones, casaciones y demás triquiñuelas jurídicas que saben urdir los abogados para beneficio de sus clientes, sean justas o no, pues es sabido que la justicia y las leyes toman con frecuencia caminos diferentes. Pero, en suma, como a la postre estos gatos forrados no actúan sino con gran fastuosidad, pompa y boato, su paso por la escena nos sale por un ojo de la cara. Y luego, si por fortuna los ladrones son condenados, hemos de sumar el gasto del Tribunal Constitucional, que no es propiamente un tribunal judicial, sino una corte de magistrados que deben su cargo a la designación de los propios políticos, y que suelen actuar conforme al sabio y antiguo proverbio que pregona que es de bien nacidos ser agradecidos. Y así se puede comprender que, siendo la práctica habitual de este tribunal admitir a consideración sólo una de cada cien peticiones, en el caso de los políticos no sólo suelen ser admitidas a consideración la inmensa mayoría de ellas sino que, además, suelen ser estimadas en sus pretensiones, si no en su totalidad sí en buena parte. Así pues, gasto espléndido y superfluo que añadir a nuestra cuenta de gastos.

Y añada vuacé a todo ello la soberbia minuta de honorarios de los abogados de los -presuntos- chorizos, cuyo pago hemos de soportar también las víctimas del expolio -aunque esto resulte grotesco en cualquier otro país del mundo-, pues estando en sus propias manos determinarlo así, así lo acordaron ellos mismos para su particular beneficio en las leyes que hicieron, lo que pone de manifiesto con meridiana claridad que el afán de rapiña es connatural en ellos y está inserto y arraigado en sus propósitos. Y no crea voacé que me refiero a las minutas de los abogados del turno de oficio, ni siquiera a las de los abogados del Estado o de los numerosos cuerpos de abogacía regionales, que, al fin y al cabo, sus honorarios ya estarían incluidos en los sueldos públicos que cobran, no señor, estos mangantes, que siempre quieren lo mejor para ellos, han dispuesto que hemos de pagarles a los mejores abogados del reino, que ellos mismos habrán de elegir, y cuyas tarifas, obviamente, son descomunales.

Pensará, señor alférez, que con esto acaba la cuenta de los dineros que nos sacan, y, lamentablemente, me veo en la obligación de corregir su opinión: ahora, cuando todo se piensa ya concluido, viene lo que el pueblo suele llamar la parte del león. Y es que, si se da la circunstancia de que los ladrones sean políticos del partido del Gobierno o de los que lo sostienen de manera imprescindible, entonces hay que pagar la intervención del mastodóntico Gobierno, con más ministros que el del mayor imperio que conociera la Historia, y con más asesores y funcionarios que la famosa piara evangélica llamada legión, que dedicarán bastantes horas de su tiempo y numerosos recursos públicos a, en primer lugar, indultar todo lo indultable y, después, a elaborar los proyectos de ley que borren los delitos por los que fueron condenados del código penal, o a pintarlos a su capricho e interés, diciendo que robar no es delito si lo que se roba es para el partido. Y está claro que para aprobar una ley tienen que intervenir las Cortes, esto es, trescientos cincuenta diputados y doscientos cincuenta senadores, o sea seiscientos sueldazos, suplementados con los de miles de asesores y funcionarios, dietas sin fin, guardaespaldas, facturas de aviones, trenes, taxis, restaurantes, hoteles, y hasta de cortesanas de unos locales que llaman puticlubs. Eso sin contar el considerable gasto de los numerosos organismos públicos que han de dar su parecer en la elaboración de las leyes, y que no contabilizo porque resulta ya frecuente en el quehacer de estos políticos prescindir de la reputada opinión de organismos tan eminentes para que no quede en las actas constancia y testimonio de su vileza. Gasto incalculable en todo caso el de las numerosas sesiones que dedicarán al asunto. Y llega a haber casos en que los ladrones, no satisfechos con indultos y leyes exonerantes hechas a medida, se autoamnistían con leyes que dejen inmaculado su currículo de rateros, con lo cual vuelve a repetirse y duplicarse el gasto anterior, incluidas las cortesanas que eso al parecer, por los casos que conocemos, nunca se excusa ni dispensa. Y, por último a tales gastos habrá que añadir los de la última intervención de todo el aparato judicial ya descrito, dedicado a aplicar indultos, revisar penas y amnistiar delitos. En resumen, por poco que cueste y por mucho que se haya robado, todo este tinglado alcanza a costar mucho más que lo robado, que, por cierto, nunca se recupera, así como que los ladrones tampoco pisan nunca la cárcel ni pagan por su delito. De modo que es más conveniente para los que abastecemos las cajas públicas de dineros observar el arbitrio que formulo y dejar a los políticos robar sin trabas, porque, además, a la postre, todo ese tinglado que he descrito a vuesa merced no es sino una gran farsa para aparentar que se hace justicia, o sea, humo, y que para colmo de la desfachatez y la desvergüenza ni siquiera sirve de amonestación y advertencia a los ladrones, sino muy al contrario de aliciente y estímulo para perseverar en el delito.

Y ahora, amigo alférez, diga voacé si estoy en razón o si estos pensamientos míos son fruto de las tercianas.

- Señor compadre, mucha razón tenéis en lo dicho y, es más, vuestro buen juicio llevádome ha a pensar que el gobierno y la salud del reino, en lugar de estar en manos discretas y circunspectas, está sometido al capricho de una banda de ladrones, pues digo a voacé, señor licenciado, que tan ladrón me parece el que mete la mano en la bolsa como el que disimula el robo estando a su cuidado el evitarlo o el que lo disculpa siendo su obligación perseguirlo y castigarlo.

- Verdad dice voacé, señor soldado, y de sus palabras colijo que los pastores a cuyo cuidado está el rebaño de este reino nuestro son más dañinos para su salud que los lobos; ¿para qué los necesitamos entonces, si más que ayudar, cuidar, contribuir y servir, obstaculizan, perjudican, se aprovechan y se lucran?

Y en este punto, hermano Berganza, salió de la taberna el bueno de Mahudes y llevóme de vuelta al hospital, con lo que, a mi pesar, dejé de escuchar la tan curiosa como interesante y juiciosa conversación de los dos compadres.

- Hermano Cipión, he de decirte que, en efecto, esta historia me ha causado gran sorpresa y estupor, y me ha hecho recordar algo que oí contar, estando tendido en estas mismas esteras debajo de las camas de los enfermos, a un cojitranco convaleciente de una gran cuchillada ganada en una riña. Era un tipo curioso, de pelo crespo, tupidos bigotes sobre una perilla que le cubría justo el hoyuelo del mentón, y que en lo alto del puente nasal llevaba colocadas dos lentes circulares, una a cada lado de la nariz haciéndole pantalla delante de los ojos y encajadas en una montura negra, dicen que para ver mejor. Contaba que un hidalgo, viendo que los ratones le roían el pan y algunas otras viandas, mandó traer gatos a su casa para acabar con la rapiña de los roedores. Y, en efecto, así fue, los ratones dejaron de comerse los mendrugos de pan y otras menudencias, pero los gatos estragaron la despensa, pues no sólo se comían el pan sino toda clase de manjares y hasta metían las zarpas en los pucheros y los aliviaban de los avíos y las sabrosas carnes. De manera que el hidalgo, harto de tanto expolio, gritaba ¡fuera gatos! ¡ratones quiero y no gatos, que vuelvan los ratones!

Y recordando esta historia, quedé conmovido y entristecido, condolido con la suerte de estos humanos que se piensan tan listos y son, sin embargo, unas pobres criaturas, a las que cualquier canalla sin escrúpulos mangonea y somete a sus caprichos.

- Razón llevas amigo Berganza, y hablaríamos largamente de las desdichas a las que la humana condición parece estar hermanada, pero la aurora ya alumbra con su hermoso rosicler los ventanales y es hora de concluir este coloquio. Quiera Dios otorgarnos otra noche como las pasadas, y, si así fuera, te corresponderá, como tenemos convenido, un nuevo turno para comunicar otra apacible historia.

-Que así sea.

Junio de 2024

CONFINADOS NO, ILEGALMENTE DETENIDOS

Alguien, cuyo nombre no recuerdo ahora, ha dicho recientemente que resulta agotador luchar contra quien ejerce el poder dictatorialmente en el contexto de una democracia. Es cierto, pero ya que los frentepopulistas que nos gobiernan son tan fanáticos de eso que ellos denominan ‘memoria histórica’, pretendo rememorar, y que no caiga en el olvido, ya que somos tan dados a olvidar lo que verdaderamente importa, la mayor infamia que ha padecido nuestra periclitada democracia, convertida ya, con este Gobierno de infamias, en democratura (neologismo acuñado por el periodista y político polaco Adam Michnik, para calificar a los gobiernos que son democráticos por el origen de su poder, pero dictatoriales por la manera de ejercerlo), desde el golpe del 23F.
Del mismo modo en que se conmemoran aciagas efemérides, como el 11M, la indignación y la rabia aguijonean la memoria y no me puedo resistir a escribir esto; me niego, pues, a desterrar a los oscuros confines del olvido el mayor atentado las libertades y la democracia que perpetrara un Gobierno infame y cruel, como jamás hemos sufrido otro, ni siquiera con monarcas tan despóticos y acanallados como Fernando VII.
Me refiero al abyecto episodio que fue bautizado cínicamente como el confinamiento. Con un cínico eufemismo el Gobierno pretendió disfrazar la realidad de los hechos: llamando confinamiento a una grosera detención ilegal.
Más aún cuando, tras diversas sentencias del Tribunal Constitucional, quedó oficialmente establecido lo que muchos eminentes juristas -y algunos otros menos eminentes, pero parejamente decentes- ya habían advertido: el confinamiento de la ciudadanía en sus domicilios decretado por el Gobierno, dizque progresista, no era sino una burda detención ilegal. Una abusiva detención ilegal de tres meses y ocho días perpetrada sobre millones de ciudadanos, cincuenta millones. Y, también, que el cierre de las Cortes Generales, decretado asimismo por ese despótico Gobierno, no fue sino un golpe de estado contra la democracia y la soberanía de la nación, representada en ellas.
La relación de desmanes gubernamentales superó manifiestamente lo anecdótico, y desgraciadamente no se limitó al ilegal y desmesurado arresto domiciliario y toque de queda, al que fuimos sometidos contraviniendo desvergonzadamente la letra de la Ley Orgánica reguladora de los estados de alarma, excepción y sitio, que expresamente dispone que el derecho reconocido en el artículo 19 de la CE, esto es, el derecho a elegir libremente el lugar de residencia y a circular libremente por el territorio nacional, o libertad deambulatoria, sólo puede ser suspendido en el caso de que el Congreso autorice la declaración de un estado de excepción. Cosa que, como es sabido, el autoritario Gobierno se negó a cumplir.
En ese afán despótico de estar por encima de la ley, o de considerar ley la voluntad del líder, también osaron cocear y hollar los preceptos constitucionales que regulan la potestad reglamentaria del Gobierno y la autonomía política de municipios y regiones, propia del modelo de Estado descentralizado que los españoles decidimos otorgarnos, usurpando de ese modo sus competencias constitucionales a otras instituciones del Estado, y autoatribuyendo a un reducido núcleo ministerial -bajo la superior dirección del Presidente del Gobierno, decía el Decreto- un poder omnímodo: “...quedan habilitados para dictar las órdenes, resoluciones, disposiciones e instrucciones interpretativas que, en la esfera específica de su actuación, sean necesarios para garantizar la prestación de todos los servicios, ordinarios o extraordinarios, en orden a la protección de personas, bienes y lugares, (…) Los actos, disposiciones y medidas a que se refiere el párrafo anterior podrán adoptarse de oficio o a solicitud motivada de las autoridades autonómicas y locales competentes... Para ello, no será precisa la tramitación de procedimiento administrativo alguno.”
Y así, de tal manera, contra lo que dispone la Constitución, los ciudadanos nos vimos pastoreados por órdenes o resoluciones ministeriales que nos imponían obligaciones, cargas y gravámenes e, incluso, limitaban o modulaban el ejercicio de nuestros derechos constitucionales, como si en vez de ciudadanos fuésemos súbditos o convictos.
Y siendo todo ello de extrema gravedad, ni siquiera fue eso lo peor. Lo peor fueron los muertos. Tanto los que causó el virus como los que se debieron a la incuria e incompetencia de aquellos en cuyas manos quedó nuestro destino, malditos ambos, y cuyo número jamás conoceremos.
Los muertos a los que privaron del consuelo de una mano cálida los últimos minutos de sus vidas, del último beso de sus familiares, de un funeral digno. Para mayor vileza, esto sucedía mientras los canallas decidían sobre nuestras vidas amparando o, más bien, encubriendo, su despótica negligencia en las supuestas decisiones de un inexistente comité de expertos, mintiendo despiadadamente a la ciudadanía, a la par que algunos de ellos se llenaban los bolsillos con dinero manchado de sangre que, como es norma en una cleptocracia como la que sufrimos, jamás devolverán; a los EREs me remito.
Yo no estoy dispuesto a olvidar, y me niego fieramente a contener la náusea y mostrar la repulsión que me provoca, no ya la falta de rebeldía ante tan descomunal atentado a nuestros derechos y libertades, sino la borreguil aceptación que muestran tantos ciudadanos comprensivos e indulgentes, iguales que aquellos que, tirando de la carroza del rey felón en lugar de las mulas, gritaban ¡Vivan las caenas!; y la deleznable y ruin justificación de tantos medios de comunicación envilecidos, untados y genuflexos. Ahí están los resultados de los diversos comicios celebrados desde entonces, y las hemerotecas, para acreditar lo que digo.
Rememoremos, pues, y no dejemos de hacerlo cada año, el negro aniversario de nuestra cobardía, de nuestra defección de ciudadanos y hombres libres. Etienne de la Boetie llegó lúcidamente a descubrirlo y advertirnos: no amamos la libertad, dijo, si la quisiésemos, seríamos libres. Eso, lamento, creo que nos sucede a los españoles: igual que a las bestias domesticadas, nos atrae más el confortable establo que la libertad.

Mayo de 2024

LA TIERRA SIN REY

Abismado en sus delirios de grandeza, el más grande entre los grandes, el Supremo, ha fantaseado, con ocasión de haberse conocido la investigación de un juzgado sobre los negocios de su esposa, con emular al rey Arturo cuando este descubrió amargamente los turbios tratos de su esposa con Lanzarote. Del mismo modo que el legendario rey, ha hundido la espada entre los ejecutores de su agravio -léase justicia y prensa libre- y echado a tierra el manto de armiño en una flébil misiva, dejando al reino huérfano y atónito. Sus corifeos y mamelucos (aguda y mordaz expresión con que Fernando Savater bautizó a sus incondicionales en un reciente artículo) gritaron espantados y desechos (omito intencionadamente la h intercalada en aras de la verdad) en lágrimas: “El rey sin espada; la tierra sin rey”, como afirma sir Thomas Malory sucediera con el rey Arturo en el referido episodio; porque el Supremo y sus mamelucos comparten la idea, implícita en las leyendas artúricas, de identificar su persona con el reino.

Jamás en la grandiosa historia de nuestro país, ni en sus gloriosas letras, hubo una epístola tan preñada de épica y lírica que arrancara por igual, tanto en esclarecidos como simples, tan copiosas como teatrales lágrimas; sólo faltó, a mi juicio, que, cuando la leyeron en el telediario, hubiesen sonado como fondo los wagnerianos acordes del funeral por la muerte de Sigfrido. Lo hubiesen bordado.

Empeñados en destruir la Nación y sembrar cizaña entre los españoles, desde que aquél bobo solemne, más bobo que solemne y más malvado que bobo, lo iniciara, la zurdería, dizque el progresismo, y particularmente el partido socialista, no han cejado en ese propósito. Ahora, como la historia se repite, al decir de Marx la primera vez como tragedia, la segunda como miserable farsa y después, diría yo, como castizo esperpento, el reino está sumido de nuevo en la desunión y en la confrontación civil, en un conflicto por causa de otra esposa, como sucediera antaño con Helena, con Dido o con Lavinia.

Casandra que, a diferencia de Tezanos, poseía el don de la certeza de sus vaticinios, pero que, como este, sufría la maldición de que nadie los creyera, ya advertía de los conflictos causados por el tálamo. Y Horacio también: “…ya antes de nacer Helena, la vulva de la hembra había sido causa de tristísimas guerras…”. Aunque, como muchos vienen señalando, el ambiente de división y enfrentamiento, buscado de propósito y generado por el ansia de poder y de revancha del autócrata, recuerda la España de los años treinta, confiemos en que esto no derive en un nuevo enfrentamiento fratricida.

Por otra parte, lamento que estos lóbregos episodios de nuestra reciente historia no tengan un Homero o un Virgilio, o al menos un Pérez Galdós o un pío Baroja, que los cante y los registre. Hasta que tal cosa suceda, hemos de conformarnos con que las gestas y desdichas del más grande personaje que nos diera la historia -su épica resistencia frente al mundo; sus férvidos amores- nos lleguen sólo a través de su vicaria autobiografía, la que -como su tesis- escribe su negra.


Mayo de 2024

BREVE REFLEXIÓN SOBRE EL PRESIDENTE INTERMITENTE

Creo haber señalado en más de una ocasión que los Ensayos de Montaigne son un pozo de sabiduría en el que jamás se sacia uno de abrevar el espíritu. Digo esto porque, tras la famosa carta de amor de nuestro intermitente presidente de Gobierno, en la que anunciaba urbi et orbi una insólita –e ilegal, como suele ser costumbre en casi todo lo que hace- suspensión temporal de sus funciones presidenciales, para pensarse, dijo, si merecía la pena continuar en el cargo, y, transcurrido el autoconcedido plazo, tras su pomposo discurso para darnos a conocer lo que -conociéndolo, como lo conocemos- ya todos sabíamos, tras esos dos importantes mojones históricos, digo, no he podido dejar de acordarme de Montaigne.
El vergonzoso desfile, más bien besamanos, de tantos compungidos intelectuales, artistas y periodistas y tantos suplicantes paniaguados aclamando al caudillo, muchos de ellos los mismos que antaño frecuentaban la Plaza de Oriente y hoy la calle Ferraz -mas siempre, entonces como ahora, paniaguados-, me hizo recordar estas palabras de su ensayo Apología de Raimundo Sabunda: ¿Acaso los tiranos carecieron alguna vez de bastantes hombres dedicados a venerarlos?
Pero, sobre todo, lo fundamental de la farsa me trajo a la memoria una anécdota que refiere Montaigne en uno se sus ensayos, titulado De la inconstancia de nuestras acciones. Cuenta que fue Nerón quien dijo, cuando le dieron a firmar una sentencia de muerte, “Pluguiera a Dios que jamás hubiese aprendido a escribir”.
Creo que no ha habido, entre los políticos patrios, ningún otro merecedor -tan fundadamente, creo- de parangón con los personajes más siniestros y despreciables de la Historia como este presidente interruptus nuestro. No habría de librarse, a mi juicio, de ser comparado también con Nerón, pues su desmesurada vanidad, su temeraria irresponsabilidad, su superlativo cinismo y su implacable crueldad con los que son objeto de su ira, le hacen sobradamente merecedor de ello.
Este Sánchez ha puesto tan alto el listón de la infamia que puede ser que pronto se nos prohíba nombrarlo, por constituir su propio nombre un insulto. Lo siento por los Sánchez.
Abril de 2024


CERDOS ILUSTRES

No digo que el fenómeno ocurriera desde el mismo momento en que el hombre domesticara al cerdo, pues eso sucedió, según determina la ciencia, hace miles de años, pero desde luego sí que han transcurrido ya muchos siglos desde que algunos de ellos, los cerdos, alcanzaran fama, reconocimiento e, incluso, la inmortalidad. Obviamente, tal cosa se produjo en el imaginario orbe de las fábulas, los cuentos populares y, más recientemente, en el de las modernas artes, como el cine o la televisión. Cualquiera que lea esto, sea de la generación que sea, habrá sido, sin lugar a dudas, entretenido en uno u otro momento de su infancia con las andanzas y aventuras de alguno de los distinguidos cochinos del momento: con los tres cerditos, con los sketch del tartamudo Porky Pig, o de la sensual Peggy de los Teleñecos, desplazada en estos tiempos por la asexuada Peppa Pig, o con Babe, el cerdito que se sentía perro, un precursor en eso de la identidad de especie, al que, no me cabe la menor duda, el ministerio de la cosa reconocerá su derecho a ser tratado como tal, bajo pena de multa, o incluso de cárcel, para aquellos negacionistas que osen cuestionar su condición canina.
Claro que, como digo, todo esto ocurría exclusivamente en el terreno de la ficción... hasta que llegó George Clooney, que erigió el segundo gran mojón, con perdón, en la historia porcina. El primero fue, obviamente, la domesticación de la especie, después George Clooney, con su cerdito Max, supo exaltar la condición porcuna y convertir al cerdo en animal de compañía. Luego otros famosos de la beautiful people siguieron su ejemplo y cambiaron los perros o los gatos por los gorrinos. La duquesita, Paris Hilton, Miley Cyrus, y hasta la mismísima Elsa Pataki, ¡qué contrariedad!, porque a la Pataki, tan dulce, lo que le pega es un bichón maltés o un gato de Angora y no un guarrillo.
Cabra, mi pueblo, que no se queda atrás en nada, no se sabe por qué misteriosa razón -dicen algunos que por el agua de la Fuente del Río- producía, desde mucho antes de Carmen Calvo, gente ilustre como churros. Ahí está, por ejemplo, el célebre conde de Cabra que aparte de sus gestas galantes, de las que dan cuenta el excelso romancero español y las canciones infantiles de Lorca, protagonizó la memorable hazaña de hacer prisionero al rey Boabdil, el Chico, el Llorón; eso sucedió en la batalla de Lucena, cuando el conde de Cabra tuvo que acudir al rescate de los lucentinos y librarlos del asedio de las tropas nazaríes, del mismo modo en que, muchos años después y en dos ocasiones, hicieron los norteamericanos por los franceses, es decir, sacarles las castañas del fuego, si el lector me permite el símil retórico. Y muchos siglos antes de eso, en la remota España visigoda del siglo VII, ya teníamos un obispo -Bacauda- que participó en el Concilio de Toledo; o, un par de siglos más tarde, una secta herética -los acéfalos o casianos- que llegó a constituir una iglesia cismática, supra arenam constructam, como dijo el concilio, porque el hecho, siendo de tal importancia y gravedad, llegó a provocar la convocatoria de un concilio -"no inserto en nuestras antiguas colecciones y del todo desconocido”, según afirma don Marcelino en su Historia de los heterodoxos- para la erradicación de sus herejías. O sea, que el pueblo ha dado incluso herejes de categoría premium. Y hasta los íberos llegaron a asentar sus reales en el pueblo, llamado entonces Licabrum, en tiempo inmemorial, según acreditan los recientes descubrimientos del yacimiento arqueológico del Cerro de la Merced. Eso sin contar que, ya en época moderna, tuvimos hasta Banco de España, con sus dos guardiaciviles armados en la puerta, a la manera de los dos leones del Congreso; que, para redondear, sólo nos hubiese faltado un premio Nobel, da igual de qué, de lo que fuera, entre los paisanos.
Lo que quiero decir es que, con tales propicios hados y tan distinguidos antecedentes, no íbamos a ser menos en eso de los cochinos.
Y es que si el hombre primitivo consiguió meter en los corrales a los cerdos salvajes, haciéndoles ver que les convenía renunciar a su libertad a cambio de tener satisfechas todas sus necesidades vitales, sin precisar someterse para obtenerlo a las desagradables vicisitudes de la vida salvaje -lo que, por cierto, sirvió de inspiración a los modernos déspotas, que descubrieron la forma de rendir nuestra libertad a sus caprichos, a cambio de proveernos de lo necesario para ahorrarnos el trabajo y las fatigas de pensar, decidir y ganárnoslo, es decir, la molestia de vivir, como lúcidamente advirtiera Alexis de Tocqueville-, y todo ello, por supuesto, una vez aceptada por éstos, los cerdos, la ineludible ley natural del más fuerte, conforme a la cual, salvajes o domesticados, su destino final era servir de alimento a otros; pues bien, prosigo, si ese fue el logro del hombre primitivo respecto a los cerdos, George Clooney consiguió dar una vuelta de tuerca al asunto y meterlos en nuestras alcobas y salones.
Pero, más allá de ambos logros, mi pueblo se alzó con el mérito de haber sabido cubrir el espacio social que había vacante entre la intimidad familiar del hogar y la deshumanizada zahúrda. Digamos que socializó al cerdo, ennobleciéndolo en sus relaciones sociales, poniéndolo en la calle, como un vecino más, y elevándolo a la categoría de animal social, zoon politikón, como dijo Aristóteles. No se alarme el lector, seguidamente expondré los hechos en que fundo tal inferencia.
No sabría indicar con exactitud el momento fundacional de la costumbre -el cerdo domesticado tenía ya miles de años, el edificio del asilo se construyó en el siglo XVII, la lotería se inició en el siglo XVIII, y la congregación de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados se fundó a finales del XIX-, deduzco de tales datos que la costumbre de rifar un cerdo por Navidad, implantada por el asilo egabrense regentado por las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, pudo, dentro de lo probable, iniciarse, como muy pronto, a principios del siglo XX. En todo caso, puede afirmarse con certeza, excluyendo cualquier posibilidad de error, que a mediados del XX estaba plenamente arraigada, pues en esa época yo la conocí y doy testimonio de ello en estas páginas. Obviamente, no es el mero hecho de la rifa lo que sustenta el logro egabrense respecto al cerdo, pues rifas ha habido, desde su invención, de toda clase y condición y en todos sitios. Lo peculiar de la costumbre consistía en que, dada la escasez de recursos materiales de que disponían las hermanitas para mantener y sainar al animal, tuvieron la ocurrencia de abrirse al pueblo y hacer partícipes del evento a todos los actores implicados en el lance. Y así, de tal manera, desde que, aproximadamente en mayo o junio, el cerdo ingresaba en el asilo y hasta finales de diciembre o principios de enero en que lo abandonaba, el cerdo en compañía de un par de ancianos residentes recorrían las calles del pueblo, pidiendo en las casas los despojos de la comida y ofreciendo la compra de alguna papeleta de la rifa. El cochino, en el transcurso de los días, daba testimonio de la eficaz solidaridad popular y alentaba con su creciente hermosura el interés de los vecinos por la rifa.
Los niños que jugábamos en la calle -entonces los niños podían jugar en la calle-, a la voz de alarma: ¡que viene el cochino del asilo!, disfrutábamos viendo pasar la comitiva o, incluso, la acompañábamos hasta la esquina, porque el cochino del asilo era ya una institución para nosotros, casi comparable al revoleo de la bandera de la Virgen de la Sierra. Pero a este cerdo debemos sólo la mitad del mérito, o aún menos, pues la costumbre no duró demasiados años, ¡el progreso!, y porque el cochino del asilo, aún siendo de carne y hueso, fue pronto superado por el de Los Granaínos, menos sanguíneo pero más afamado y reputado.
Cuando se acercaba la Navidad, pese a que aún seguíamos inmersos en la grisura de la autarquía implantada en la potsguerra, las calles egabrenses, o más propiamente, el ambiente reinante en ellas, se teñía, al menos para los niños, de un color especial y se contagiaba de una alegre agitación. Eso se manifestaba, sobre todo, en los escaparates de los numerosos y variados comercios que colonizaban las calles centrales del pueblo. A falta de otras diversiones, visitar escaparates constituía un entretenimiento habitual. A los niños nos gustaban sobre todos los demás tres de ellos: El escaparate de la confitería de Emilia Fernández, siempre tan primoroso, con su roscón con forma de serpiente, sus exquisitas chucherías, los paquetes de cigarrillos y las monedas doradas y plateadas de chocolate; la tienda de Pérez -la primera que vendió televisores y gas butano- con sus enormes y numerosos escaparates repletos de toda clase de juguetes, inasequibles la mayoría de ellos para las modestas economías de nuestros padres, pero que, pese a las decepcionantes experiencias de los años precedentes, no dejábamos de visitar, embobados, casi a diario; y, en tercer lugar, el de Los Granaínos. Los Granadinos era un comercio como los que en las películas del oeste, que echaba Galisteo en el Cine Principal, llamaban General Store, o sea, que tenía una variedad de género de lo más diverso y heterogéneo. Y, allá por el mes de noviembre, cuando se acercaba la época de la matanza, Los Granaínos acostumbraban a exhibir en el escaparate los pertrechos relacionados con tan popular -y tan pragmático, en época de necesidad- rito. Y así, rodeado de los cuencos de coloridas especias, las tripas para embutir, los cuchillos, picadoras y demás instrumental de la matanza, presidiendo la zona más destacada del escaparate, era colocado el celebérrimo cochino de Los Granaínos. Era éste una talla policromada, de unos cincuenta centímetros de altura, que representaba la imagen de un cerdo erecto sobre sus dos patas traseras, de semblante risueño, con una mano posada en la cintura y la otra flexionada y alzada a la altura del rostro, como si fuese un camarero llevando una bandeja -que no descarto hubiera sostenido realmente en sus primeros tiempos-, y una pierna adelantada ofreciendo un aspecto garboso y saleroso, y vestido recatadamente con una especie de calzón corto de gruesas rayas verticales rojas, que, de haber sido azules, hubiesen sugerido un muy probable parentesco con Obelix. En algún momento, se le colocaba un cuchillo, en una hendidura que tenía a la altura del cuello, pero tal cosa no convertía su aspecto en macabro ni le restaba un ápice a su bizarría; más bien resultaba un detalle gracioso y pedagógico.
Y así fue, gracias a la ocurrente estrategia publicitaria de unos avispados comerciantes, cómo el cochino de Los Granaínos fue adentrándose en la memoria, conversaciones, historias y chanzas de niños y viejos, hasta convertirse en una institución cultural del pueblo; que pervive en nuestros días, pese a haber desaparecido hace años la casa comercial que lo engendró. Dicen que hasta se ha creado en el pueblo una asociación cultural que lleva su nombre; no me extraña, pues el fenómeno, de no haber estado exclusivamente circunscrito al ámbito egabrense, hubiese constituido un destacado hito cultural en la historia de nuestra decadente y periclitada civilización occidental, en la que el cerdo ha desempeñado siempre un papel importante. Creo yo que la aportación del cochino de Los Granaínos al copioso acervo cultural egabrense no ha sido reconocida como merece. Se me ocurre que el pueblo debería honrar su memoria erigiendo un fastuoso monumento en su honor; que bien podría ser, a imitación del famoso Torico de Teruel, una soberbia columna coronada con su polícroma figura, que sería situada en lugar destacado del pueblo, por ejemplo, en medio de la Plaza Vieja, donde antiguamente se colocaba sobre su pedestal el muy mentado y denigrado municipal de la Plaza Vieja a dirigir -o como quiera que se llamase lo que hacía- el tráfico procedente de los cuatro puntos cardinales. Y así, además, el cochino de Los Granaínos desbordaría, sin duda, las fronteras del pueblo, y pasaría a ser conocido y reconocido más allá del territorio de la Subbética, como tantos otros ilustres paisanos. Ahí lo dejo, a ver si cuaja.

Marzo de 2024