En estos días en que, ya sin remedio y sin paliativos, la propaganda y el interés comercial han impuesto al país la celebración del Halloween al modo anglosajón, como si se tratara de una de nuestras fiestas tradicionales, algunos viejos nostálgicos, lastrados todavía por el peso de la tradición católica que mamamos desde niños, añoramos aquellos días remotos de nuestra infancia, en que, en lugar de celebrar la víspera, festejábamos los propios días conmemorativos, es decir, a Todos los Santos y a los Fieles Difuntos -¡Qué bella expresión, esta!; tan cargada, en su simpleza, de sutilezas metafísicas-, y nos divertíamos con las calabazas talladas con expresiones monstruosas, que acrecentaba el titileo de la vela prendida en su interior, y con el juego de lanzar una moneda vieja y desgastada a un trozo de cañaduz apoyado en la pared, con objeto de clavar en ella su afilado canto y, después, mordisquear la caña hasta extraerle su dulzón y chorreante jugo. Porque, entonces, en esos años 50 del pasado siglo, espantando ya el fantasma del hambre, casi todo deleite remitía a la boca. Y es así como estas festividades están asociadas en nuestro recuerdo a las gachas y los huesos de santo, a los dulces de calabaza, a las castañas, etc., y no a los disfraces.
Lo que me resulta deprimente es, digámoslo así, el aspecto socio-político y psicológico de la cuestión: la decadencia del idioma no es sino síndrome o manifestación de algo más profundo: la decadencia de la nación. No hay hoy día ni un solo país, cuyo idioma oficial sea el español, en el que, para quien ame la libertad y la justicia y el progreso, merezca la pena llamar hogar o patria. Qué interés, por otra parte, puede inducir a aprender nuestro idioma, no siendo nativo de uno de esos países, si vemos cómo es preterido, si no despreciado, incluso por los propios españoles; o qué interés constatando que es el idioma propio de los narcoestados, dictaduras y satrapías más aborrecibles del orbe. A esto estamos llegando. Tal la ruina y degradación, hasta en eso, de lo que otrora fuese la grandeza de España. Y todo ello, principalmente, gracias al propio afán. Una ruina labrada afanosamente contra nosotros mismos, a través de los siglos. No hace mucho tiempo nos reíamos de los llanitos, que proclamaban orgullosos: “nozotroh zemoh ziudadanoh británicoh…” Hoy los envidio, y me digo ¡quién fuese británico!, como ellos, eso dejando a un lado que el inglés, de la pequeña Inglaterra, ya nos ha echado la pata, hablando vulgarmente. Un país está sentenciado cuando sus naturales sienten tan amargamente vergüenza de serlo.
Noviembre de 2023