LOS PAJARITOS

Por aquellas cercanías
ningún pájaro quedó…
(El milagro de san Antonio,
canción popular)

Al principio de mudarnos no le dimos importancia. Es más, disfrutábamos, nos agradaba. Todo formaba parte de un paisaje armónico, como de postal: los floreados jardines multicolores, la cristalina quietud del agua de las piscinas, el delicado equilibrio geométrico de los elementos arquitectónicos de la urbanización, el diverso verdor, a lo lejos, de los campos y las arboledas a orillas del río, salpicados con la resplandeciente albura de las casitas del pueblo vecino, todo bajo el excelso manto azul celeste y la mágica luz primaveral del aljarafe sevillano… y los pajaritos, muchos pajaritos, traviesos y juguetones, descarados y desinhibidos, trajinando frenéticamente briznas y yerbajos para sus primaverales nidos.

Yo les ponía miguitas de pan en el pretil de la terraza, y observaba cómo las devoraban en un santiamén, civilizadamente y sin discordia entre ellos, no como sucede en otras especies animales, incluidos los bípedos implumes, marcados por la avaricia. Así pasábamos plácidamente las mañanas, ellos y yo, en cordial armonía; llegaban, confianzudos y descarados, a penetrar incluso en la cocina. Hasta que un día Ana, emulando a Martim de Bulhôes, caballero honrado y prudente, padre de san Antonio de Padua, según refiere fray Marcos de Lisboa en su Crónica, me amonestó cariñosamente, con palabras que más bien parecían sacadas de la bella canción popular El milagro de san Antonio:

Mira Joselito,

mira, pae amado,

escucha que tengo

que darte un recado.

Eso de darles comida…

buen cuidado has de tener;

mira que los pajaritos

todo lo echan a perder.

Todo lo llenan de cacas:

el pretil de la terraza,

los cojines, las butacas;

la tierra de las macetas

con los picos me la sacan

y me dejan todo el suelo

más negro que alas de urraca.


Comprendí que llevaba razón, máxime considerando que la limpieza de la terraza y todos sus enseres estaba a su cuidado; pues nosotros, al igual que en la canción de Javier Krahe, tenemos repartida la tarea:

Todas las cosas tratamos

cada uno, según es nuestro talante.

Yo lo que tiene importancia,

ella todo lo importante.

Es cansado,

por eso, al llegar la noche,

ella descansa a mi lado

y mi voz en su costado...


Fue así como tuve que dar fin a esa especie de idílico himeneo, el de los pájaros, digo, por supuesto; no llego a ser como mi profesor de derecho natural que, ante la hipotética disyuntiva de tener que elegir entre su perro y su mujer, se inclinaba con inequívoca determinación por aquél.

Ana tenía razón. Pero no bastó con dejar de alimentarlos; los pajaritos seguían visitándonos, no sólo ya a la hora de la comida, sino que también se quedaban a dormir en nuestra terraza, tomando como aseladero los brazos del toldo y anidando en los abrigados recovecos, que tan hábilmente sabían encontrar.

El asunto seguía, pues, igual o peor. Los pájaros se habían hecho familiares y no había forma de echarlos de casa; como, al parecer, sucede hoy con los hijos en muchas familias, si hacemos caso de lo que nos cuentan los medios. De modo que hubo que tomar una decisión drástica -y un tanto cruel-: meterles miedo.

Así fue como -digámoslo así- contratamos en Leroy Merlín los servicios de un par de búhos, que colocamos, como dos robustos porteros de discoteca, en cada uno de los extremos del pretil de la terraza.

Los búhos cumplían escrupulosamente su cometido, atentos a todo, vigilando infatigables a diestro y siniestro, y, sobre todo, amedrentando despiadadamente a los pajarillos; que, poco a poco, dejaron de visitar nuestra terraza.

Aunque, de vez en cuando, aparecía algún despistado o algún inexperto polluelo, inocente y confiado, que incluso se posaba al lado del búho, la mayoría parecían seguir la pauta acordada de consuno por la comunidad pajaril: creemos que esos búhos, siempre inmóviles en el mismo punto, son cosa artificiosa más que real, pero, como dice José Mota, “...y si sí”, intuimos que no, pero y si sí…; más vale, entonces, ir a otras terrazas, que hay muchas donde elegir; eso, me figuro, debieron decir, y así lo hicieron.

Ahora me conformo con contemplar su vertiginoso y agitado laboreo por las zonas comunes y las terrazas de otros vecinos; en todo caso, me agrada verlos, tan hacendosos, tan ligeros, tan gráciles.

En cuanto a los búhos, ahí siguen. Lo cierto es que imponen mucho respeto, no solo a los pájaros, también a mí; sobre todo el que está situado a la derecha, que parece animado por un espíritu cotilla y burlón, pues, a menudo, cuando estamos desayunando, basta que me refiera a él para que, como dándose por aludido, gire la cabeza y fije en mí sus inquietantes y enormes ojos flavos y su amenazante pico negro. Será casualidad, pero no falla; y me da cierto repelús, no exento de curiosidad, porque ¿acaso no creó Judá León, gran rabino de Praga, al Golem, y, aunque no consiguió otorgarle el don de la palabra, le infundió la vida? ¿Por qué no, entonces, siendo tarea menos ardua, otra entrañable travesura pajarera de san Antonio?

Pues eso, me digo, y lo miro con ternura, como cuenta Borges que el rabí miraba a su criatura.

Tórrido agosto de 2023.