Me abordó torpemente cuando
subía las graníticas escaleras que conducen a la plaza de la iglesia. El sujeto
frisaba en la cincuentena, la mejor edad del hombre, según confesaba en sus
novelas Mario Vargas Llosa. Iba bien vestido, quiero decir que lucía ropas
limpias y elegantes, aunque su compostura era un tanto desaliñada, la chaqueta
desabotonada y caída a un lado, los faldones de la camisa salidos a medias del
pantalón, que quedaba flojamente sujeto a la cintura y escorado a babor. El
pelo abundante, de entrelazados tonos dorados y cenicientos, revuelto como un
mar agitado y una barba intonsa de al menos un par de días completaban una
imagen desabrida y un tanto hostil.
Se me acercó trastabillando
hasta poner su cara a un palmo de la mía. Me llamó la atención que, exceptuando
las vaporosas exhalaciones etílicas, su olor corporal no fuera el que por un
momento temí: ese olor rancio a saladero que suele acompañar a los desaseados.
Me miró fijamente y sacando un puñado de papeles del bolsillo de la americana,
que elevó hasta ponerlos al alcance de mi vista, me soltó en su gangosa jerga
de borracho, que traduzco a lenguaje inteligible, este oscuro mensaje:
- Queman, necesito refrescar estas palabras…estamos en agosto…
Atrapado en un súbito estupor,
no sé ni cómo acerté a responderle:
- Si se refiere usted al cariz literario de las mismas, me temo que nada
puede hacerse. Como usted mismo ha dicho, estamos en agosto y las palabras
salen tórridas y crepitantes de la pluma, es algo inevitable. Mas si el asunto
es de índole burocrática la cosa pinta ya mejor. Ahí, en la plaza, encontrará
usted una oficina de Hacienda. Entre. Convertirán su escrito en una helada nadería, por usar las palabras de Borges, si me lo permite; también a
usted lo dejarán frío y le refrescarán sobre todo los bolsillos.
Ahí terminó nuestra breve
relación, me pareció que el buen señor agradecía mi consejo con una leve mueca
sonriente. Seguí mi camino cavilando qué extraños compañeros de viaje nos
presentan a veces los sueños.
Julio de 2022