No sé por qué caprichoso mecanismo de la
memoria me asaltan recurrentes en estos días de encarcelamiento los recuerdos
de aquel tiempo de juventud, ya tan lejano, en el que hacíamos la revolución principalmente
en los bares. Tal vez el nexo freudiano sea ese: el encarcelamiento; porque, a
la postre, estas frivolidades que, desde nuestra actual perspectiva de
despreocupados ciudadanos occidentales del siglo XXI, inducen más a la risa que
a otra cosa, en los grises tiempos del franquismo podían provocar la forzada
comparecencia ante el temido Tribunal de Orden Público y dar con los huesos en
la cárcel con penas de hasta doce años. Ninguna broma, pues.
Hablo de los primeros años de la década de
los 70. En mi pueblo la nómina de declarados opositores al franquismo no
excedía en esos años (insisto: en esos
años. Es importante la apostilla porque ya hemos visto que el número de
antifranquistas creció exponencialmente en este país a partir de la muerte de
Franco) de la docena o docena y media. Casi todos éramos comunistas, militantes
del PCE la mayoría y algunos otros de los partidos escindidos de éste por la
izquierda; ninguno del PSOE, por supuesto. Aunque no hacíamos ascos a otros
locales, la sede revolucionaria radicaba en un pequeño bar, lindante con una
iglesia, cuyo párroco era asiduo feligrés del establecimiento -aunque por
distintas razones a las nuestras, pues no era nada sospechoso de heterodoxia
política- y al que, por su facha altiva y ademán soberbio, cual legionario
desfilando, apodábamos Miracielos.
Frecuentábamos el establecimiento con
puntillosa asiduidad los desocupados, esto es, los que éramos estudiantes y dos
albañiles condenados continuamente al paro por causa de sus peligrosas ideas.
Los veo a éstos con nitidez, a Luís y Francisco, eran como personajes salidos
de una novela de Juan José Saer. Luís cercano a la cincuentena, Francisco, tal
vez, pasando los sesenta. Los dos del PCE, los más antiguos. No eran, por
supuesto, intelectuales. Ni leían a Marx, ni a Lenin, ni a Gramsci, ni a
Marcuse. Sencillamente no leían. Ni sabían nada de materialismo histórico ni de
dialéctica hegeliana, ni de esa jerga revolucionaria y pseudointelectual que
nos oían a veces a los estudiantes, y
que los podemitas de hoy siguen usando. Más aún, por tal razón incurrían
frecuentemente en herético desviacionismo
político, que era corregido de inmediato por el comisario político -guardián de la ortodoxia estalinista-, un
psiquiatra forastero destinado temporalmente en el pueblo o, tal vez, enviado ex profeso por el Partido para meter las
cabras en el corral. Pues es lo cierto que Luis y Francisco -sobre todo
Francisco, ya que Luis era más reservado y cauteloso-, pese a sus carencias de
teoría marxista, eran dados a impartir doctrina, no solo a los jóvenes
estudiantes que los escuchábamos con arrobamiento y admiración, sino al
mismísimo párroco y a los parroquianos. Así se explica que, ayunos de teoría
marxista pero hartos de pesares y miseria, predicaran cierto día su particular
teoría sobre el origen de la explotación que, contra lo que sostenía Marx, no
tenía su fundamento en la famosa plusvalía sino en un malentendido.
Decía Francisco, muy solemne: “El Señor,
cuando se iba a ir pa los cielos,
reunió a todos sus discípulos pa
despedirse y, dirigiéndose en particular a los ricos, les dijo: Ahí sus los encomiendo, refiriéndose a musotros los pobres, pa que mus cuidaran. Pero los ricos entendieron mal lo que dijo. Los ricos
entendieron: A írsulos comiendo, y
desde entonces mus están chupando la
sangre.”
Esta grave desviación del canon marxista le
costó al pobre Francisco una severa amonestación del camarada psiquiatra.
¡Pobre hombre!
En fin, como dijo el gangoso y sentencioso
vigía nubio del barco de los piratas de Astérix, citando a Cicerón: ¡O tempo’a! ¡O mo’es!
Negro mayo de 2020