Todo
este tinglado -me refiero a la denominada administración paralela- gira en torno a tres conceptos: Personificación, instrumentalidad o huida
del Derecho Administrativo y potestades administrativas.
EL
CONCEPTO DE PERSONIFICACIÓN
Sin
duda alguna, todo el mundo habrá oído hablar de las personas jurídicas. En
nuestro ordenamiento jurídico hay dos tipos de personas, por un lado, las
personas naturales o físicas y, de otro, las personas jurídicas.
Las
personas jurídicas pueden ser de diferentes clases; así, atendiendo a su naturaleza
pública o privada, hablamos de personas jurídicas públicas o personas jurídicas
privadas; o, también, de formas privadas o públicas de personificación. Las
personas jurídicas privadas conocen muy diversas formas: pueden ser entidades
mercantiles, asociaciones, fundaciones, corporaciones, etc. Frente a ellas, en
nuestro ordenamiento jurídico, la persona jurídica pública por antonomasia es
la Administración Pública (o, si se prefiere, las Administraciones Públicas: la
Administración del Estado, la de las Comunidades Autónomas, los Ayuntamientos,
etc.). La Administración Pública actúa con personalidad jurídica única, a
través de sus órganos, aunque estos sean numerosos y de diversa naturaleza.
Comparándola con el cuerpo humano, la Administración es la persona y sus
órganos son como los brazos, el riñón, el cerebro, etc., cada uno cumple una
función y son inseparables del conjunto y, por tanto, no tienen entidad propia
y autónoma. Aparte de estos órganos, nuestro sistema dotó de personalidad
jurídica propia y diferenciada –aunque en el propio seno de la Administración-
a ciertos órganos, a los que, generalmente, se les denominó ‘organismos
autónomos’. Éstos estaban dotados de un amplio margen de autonomía en la
gestión de los recursos adscritos, primordialmente, en lo económico, hasta el
punto de tener su propia tesorería, e, incluso, sus propios cuerpos
funcionariales. Aun así, estos organismos no dejaban de ser Administración
Pública, como tal, servida por funcionarios públicos, y sujetos, unos y otros,
en su régimen jurídico al Derecho Administrativo. En definitiva, la diferencia
entre las personas jurídicas públicas y las personas jurídicas privadas estriba
esencialmente en que las personas jurídicas públicas se rigen por el Derecho
público (Derecho Administrativo) y las personas jurídicas privadas por el
Derecho privado (Derecho Civil, Mercantil, Laboral, etc.)
INSTRUMENTALIDAD
Y LA “HUIDA DEL DERECHO ADMINISTRATIVO”.
Con
el paso del tiempo, el modelo de ‘organismos autónomos’ terminó siendo insatisfactorio
para el poder político, que siempre aspira a que ningún obstáculo se interponga
entre su voluntad y la realización práctica de sus deseos. Obviamente, ese
modelo de Administración –que, insistimos, no dejaba de ser Administración
pública, sujeta al derecho público y gestionada por funcionarios públicos- no
podía satisfacerles; sobre todo en lo que ellos consideraban esencial: eludir
las regulaciones, controles y garantías que la legislación administrativa
imponía en la gestión del gasto público, la contratación administrativa y la
selección y administración del personal. Así pues, bajo el argumento de mejorar
la eficacia en la prestación del servicio público comienza a desarrollarse la
idea de la “instrumentalidad”. Los órganos Administrativos y los organismos
autónomos empiezan a reputarse ineficaces e inadaptados para el ejercicio de
algunas actividades. Se produce así el primer salto cualitativo de importancia
en el modelo de gestión de los intereses generales. Y el comienzo de la
verdadera “instrumentalidad” y nacimiento de los “entes instrumentales” de la Administración,
bajo formas de personificación privada,
mayoritariamente de entidades mercantiles (empresas) y fundaciones. Es decir,
sujetas al derecho privado, aunque el capital fuese público o mayoritariamente
público, como cualquier otra entidad mercantil, asociación o fundación. De este
modo se conseguía la pretendida inaplicación del ordenamiento jurídico
administrativo, y la consecuente elusión de las garantías y los instrumentos de
control inherentes a la actuación administrativa. A esto, la doctrina
administrativista lo denominó la “huida del Derecho Administrativo”.
Y
así, se crearon centenares de entes
instrumentales, en los que –libres ya de los controles que imponía el Derecho Administrativo-
el PSOE, en el gobierno de la Junta desde sus inicios, colocó a políticos, a
los parientes de éstos,
correligionarios, amigos y simpatizantes, en una operación clientelar de tal magnitud que
desconoce antecedentes en nuestro país y en los países de nuestro entorno
cultural. Paralelamente, se derivó hacia estos entes instrumentales buena parte
de la gestión que realizaban las consejerías de la Junta y con ello los
correspondientes recursos económicos. El dinero del presupuesto público fluyó
sin control alguno en estos entes, y ya sabemos, en parte, a qué manos fue a
parar y en qué se gastó.
Había
ocurrido lo que un insigne catedrático de Derecho Administrativo había
pronosticado: la actuación de la
Administración cuando actúa sujeta al derecho privado –a través de estos entes
instrumentales- no resulta más eficaz; en cambio, es seguro, que constituye un
terreno más abonado para la corrupción.
LAS
POTESTADES ADMINISTRATIVAS
Las
potestades administrativas son los poderes que la Ley confiere a la
Administración Pública para la realización de sus fines (que conforme a la
Constitución no son otros más que la satisfacción de los intereses generales).
Estas potestades, que nacen de la Ley, suelen calificarse en la doctrina administrativista
como exorbitantes; es decir, sitúan a la administración en una posición de
supremacía respecto al resto de individuos –sean personas físicas o jurídicas-,
y les dota de ciertas prerrogativas que las faculta para constituir, modificar
o extinguir situaciones jurídicas respecto a los ciudadanos; imponiéndoles, de
forma unilateral, incluso sin contar con su voluntad o consentimiento,
obligaciones y deberes o límites o condiciones al ejercicio de sus derechos
(Por ejemplo, establecer impuestos, expropiar bienes, otorgar o negar
subvenciones, etc.). Tal es la magnitud y la naturaleza exorbitante de las
potestades
administrativas. Por esa razón, la Constitución dispone que sólo pueden ser
atribuidas a la Administración pública, para la satisfacción de los intereses
generales y, sobre todo, que están sujetas al principio de legalidad, conforme
al cual la Administración sólo podrá realizar aquellas actuaciones que la Ley
le autorice a realizar. Y, paralelamente, que tales potestades administrativas
atribuidas a la Administración y a sus organismos sólo podrán ser ejercidas por
los funcionarios públicos.
Así
pues, el ardid de la instrumentalidad, ideado para eludir los controles
legales, se encontró con ese ‘pequeño escollo’: Los entes instrumentales –como personas
jurídicas privadas que eran- debían regirse, necesariamente por el derecho privado
y no por el Derecho Administrativo, con todas sus consecuencias. Así pues, no
podían ejercer las potestades que el Derecho Administrativo atribuye,
solamente, a las personas jurídicas públicas regidas por el derecho público.
Por
tanto, desde el momento en que los entes instrumentales no podían ser titulares
de potestades administrativas, por no tener la condición de órganos de la
Administración, ni tampoco su personal poder ejercerlas, pues carecían de la
condición de funcionarios públicos, no tardó en llegar el momento (en cuanto
los sindicatos funcionariales –CSIF y SAF- interpusieron demandas) en que el
TSJA y el TS pusieron coto al ejercicio de potestades administrativas por parte
de estos entes instrumentales. Descubierto el pastel, el modelo estaba agotado.
Para la Junta cabían dos opciones: o se daba marcha atrás, o se emprendía una
huida hacia delante. Es obvio que optó por la segunda.
LA CLAVE: LA
PERSONIFICACIÓN PÚBLICA DE LOS ENTES INSTRUMENTALES DE LA JUNTA. LAS AGENCIAS Y
LA FAMOSA LEY DEL ENCHUFISMO.
La
clave para mantener ese estado de cosas fue la Ley de reordenación del sector
público, conocida popularmente como ley del enchufismo. La estrategia, plasmada
en la Ley, consistió esencialmente en la personificación pública de los entes
instrumentales. Así se crearon las famosas Agencias Públicas, dotadas de
personalidad jurídica pública. Y en ellas se integraron los entes
instrumentales, así como todos los empleados de éstos, que pasaron a ser
empleados públicos de tales Agencias.
Con
ello, el régimen consiguió burlar las sentencias de los tribunales y poder así atribuir
a los entes instrumentales (desde ese momento entes de derecho público) el
ejercicio de potestades administrativas. Pero, al mismo tiempo, reservándose
astutamente el ‘privilegio’ de regirse por el derecho privado -según su particular gestión empresarial lo
requiera, decía la Ley- y no someterse, pues, al derecho público. O sea, poder eludir en su
actuación el principio de legalidad y los procedimientos administrativos y
controles que el Derecho Administrativo impone en la gestión de los fondos
públicos y la contratación de personal. Y, además, -ante la posible pérdida del
poder que auguraban las encuestas- garantizar el empleo a la clientela; legitimando,
más bien blanqueando, el vínculo laboral espurio de los empleados de la administración
paralela y blindando su relación laboral, mediante su integración en las
Agencias, como empleados públicos de éstas; y, también, es probable, como
quinta columna del partido en un escenario de pérdida del poder.
(Quien
lo desee puede leer una explicación más extensa pinchando el siguiente enlace: Explicación de la
reordenación del sector público andaluz)
Marzo, 2019