EL TIEMPO NO SÓLO MATERIA DELEZNABLE

Materia deleznable. Borges lo dijo. Pero no es esa, precisamente, la propiedad que más lo caracteriza. Por el contrario, algo menos inconsistente y volátil  constituye el principal atributo del tiempo: su poder corrosivo y destructor.
Desde los remotos tiempos del mito, el hombre fue consciente -y temeroso- de ello. Así, la propia personificación del Tiempo: un dios terrible, devorador de sus propios hijos.
Nada respeta el tiempo. Ni siquiera la hermosura -a despecho de la sabiduría cervantina, expresada por fauces caninas, que sentenció que es prerrogativa suya que siempre se le tenga respeto-. La belleza que todo lo redime -que así es la condición humana- no halla, sin embargo, sosiego cuando el tiempo pone sus ojos en ella.
Shakespeare lo supo y lo cantó en alguno de sus inmortales sonetos:
Cuando cuarenta inviernos pongan sitio a tu frente
y hondas zanjas los campos de tu belleza crucen…”;
“…pues el tiempo, incesante, al verano conduce
hacia el odioso invierno y lo aniquila en él…”
Ni el sentimiento más excelso –si hacemos caso a Góngora:
De pura honestidad templo sagrado (…)
fue por divina mano fabricado (…);
soberbio techo, cuyas cimbrias de oro (…)
ídolo bello, a quien humilde adoro,
oye piadoso al que por ti suspira,
tus himnos canta, y tus virtudes reza.”-
se libra de las garras inclementes del tiempo. Digo, obviamente, el amor. Quevedo, más experto que don Luis en esas lides, creo, lo vio con claridad: “al amor si no lo aniquila la  hambre lo mata el tiempo.”
Y qué decir de la Justicia. Aspiración ancestral e irrealizable. Para Aristóteles (aunque es probable que la frase fuese de Píndaro,  al que no citó) la salida y la puesta del sol no eran tan dignas de admiración; pues bien, el tiempo ultraja la Justicia hasta desnaturalizarla y convertirla, incluso, en injusticia. Conocido es el aforismo “Justicia diferida es Justicia denegada”. Incluso el emperador Domiciano, hombre cruel hasta con las moscas -según cuenta Suetonio-, consciente, sin embargo, de tal cosa, mandó que el pleiteante que prorrogase el pleito más de un año fuese de roma públicamente desterrado. Esto, al menos, es lo que refiere Antonio de Guevara en su “Menosprecio de corte y alabanza de aldea” (y, aunque no es exactamente así, se aproxima mucho a lo que escribió Suetonio: que Domiciano administró justicia con diligencia y absolvió a todos los acusados cuyo nombre hubiese sido fijado en las puertas del erario público con anterioridad a los últimos cinco años y no permitió que fueran procesados de nuevo, a no ser dentro de aquel mismo año…). Sea o no así, lo cierto es que si algo caracteriza al tiempo es su devastadora naturaleza. El tiempo todo lo corroe, hasta lo más noble –si es que algo elevado, aparte de las artes, puede haber siendo humano-. Todo lo estraga el tiempo. Juan Boscán lo dijo bellamente:
El tiempo en toda cosa puede tanto,
que aun la fama por él inmortal muere;
no hay fuerza tal que el tiempo, si la hiere,
no le ponga señal de algún quebranto.
Y también Borges, que se ocupó extensamente del asunto en poemas y ensayos -hasta el punto de escribir la “Historia de la eternidad”-, lo sintetiza en un par de versos de su genial poema “El reloj de arena”: …todo lo arrastra y pierde este incansable/ hilo sutil de arena numerosa
Pero no quiero hoy hablar de lo evidente. El tiempo posee otras propiedades menos explícitas. El tiempo goza de una extraña cualidad reparadora, revitalizante y redentora.
El tiempo que todo lo destruye y corroe es, paradójicamente, paladín de pusilánimes, sostenedor de inicuos y redentor de réprobos. Y es que la paradoja es la sustancia del tiempo; que lo diga, si no, la ciencia moderna desde Einstein.
El tiempo que se alimenta de desdichas, defeca paradojas.
Aquí, por desgracia, no han faltado los que han sabido aprovecharse de ello. Digo entre los políticos; tan espabilados cuando se trata de lo suyo. Es de dominio público que entre las armas secretas de Franco (el brazo incorrupto de santa Teresa y la bruja Mersida) ocupaba lugar preeminente el cajón de los asuntos entregados al cuidado reparador del tiempo. Rajoy, como es registrador, lo supo y, como alumno aplicado, lo practica. También nuestra esperanza de Triana, aunque menos ilustrada más lista. Pero sobre todos ellos, el que más provecho está sacando de esta paradoja es, sin duda, Pedro Estornudo (no confundir con el escribano cervantino de Daganzo), me refiero a Pedro Snchz, líder del PSOE. Como Franco, ha confiado al tiempo la solución de sus problemas. De su principal problema: su supervivencia. Sabe que mientras no se oficie el funeral y se celebre el sepelio el cadáver estará de cuerpo presente. Esa es su salvación.
Pedro Estornudo es un cadáver insepulto. Un difunto muy vivo, sin embargo. Aunque, como tal, apesta. Por eso no hará nada y todo su afán consistirá en que nada se lleve a cabo.
¡Ay, el tiempo y sus puñeteras paradojas!
Agosto, 2016