Andan las gallinas cloqueando
agitadamente porque, al parecer, las televisiones y demás medios de este
gallinero al que pretendemos nación han descubierto -¡esta semana!- que vivimos
en una zahúrda. El personal anda muy escandalizado (dicen las encuestas que el
97%) con eso de la corrupción, recién descubierta. El personal, al que no le
importó mucho la corrupción mientras las cosas marcharon bien; es decir,
mientras los políticos les daban aquello que pedían (un AVE, un hospital, una
autopista, un aeropuerto, una universidad, un metro, una piscina cubierta, un
velódromo, un cheque por la mayoría de edad, un cheque por tener un bebé, una
asistenta y 400 euros, por ejemplo), fuese o no necesario y se pudiese costear
o no, andan ahora muy cabreados con la corrupción. El personal que alucinaba
con las historias de la nouvelle picaresca sevillana de los “henmanos” Guerra y
votaba al Psoe; el personal que disfrutaba con la “expó” y se tomaba a chacota
la mangancia de las familias socialistas del momento, acuñando -con esa gracia
andaluza- aquello del pellón como unidad de medida de la mangancia, y votaba al
psoe; el personal que se hartaba de reír con las declaraciones de bienes del
Presidente de la Unta y sus indecorosas manifestaciones de amor paterno -¡ah,
la familia!-, y votaba al psoe; el personal que se tomaba a broma -¡qué arte!-
los incendios de armarios con papeles comprometedores, las pérdidas de sumarios
en la Audiencia, los banquetes de las voraces termitas, y que se descojonaba con
el “señorías, vengo chungo de papeles” del director del Canal Sur…y votaba al
psoe; el personal que ha votado a José Antonio –llamadme Pepe- el de los Eres, el
de Invercaria, el de los miles de millones de la concertación social y de los
fondos para la formación -y el del millón trescientos mil parados-, anda ahora
cabreadísimo con la corrupción.
¿Acaso todos estos episodios de
corrupción de los que, como en la obra de Rojas Zorrilla, no queda libre del
rey abajo ninguno, son asuntos que se hayan producido por generación espontánea
en estos últimos días, y de los cuales no teníamos ni indicios ni conocimiento?
La respuesta es obvia. ¿Qué
ocurre, pues, para que, en este preciso momento, la zorra agite el gallinero?
¿Acaso quienes mandan –no digo
nombres-, conscientes de que dos grandísimos escándalos –el de la Monarquía y
el Catalán- pueden dar al traste con el sistema, han decidido abrir la espita y
representar –insisto, representar- al más
puro estilo lampedusiano, una catarsis –gran pacto anticorrupción o como
quieran llamarlo?
Mucho me temo que eso es lo que
ocurre. Es preciso que todo cambie para que todo siga igual. La representación
ha comenzado.
Y eso me lleva a pensar que,
desde hace mucho tiempo, todo está dicho. Sólo nos ocupamos ya de las variaciones.
La cuestión estriba únicamente en si vale la pena repetirlo. Muchos, o, tal
vez, unos pocos, lo venimos diciendo con la cansina monotonía de una fracción
periódica: toda esta podredumbre no son sino los frutos de un árbol podrido: el
régimen de partidos, la partitocracia.
Las oligarquías partidistas
controlan absolutamente todo el sistema político –y buena parte de la sociedad
civil-; han abolido la separación de poderes y han sometido todos los poderes
del estado a su férula. No existe en la política española más poder que el de
los partidos políticos, el de sus omnipotentes oligarquías.
El problema del país no es la
corrupción, el problema del país tiene nombre y apellidos, y se llama PP, PSOE,
CIU, PNV y PC –con sus múltiples caretas, IU, IUCA, ICV, EBB, etc.
El problema del país se llama
partitocracia o régimen de partidos que traslada a los partidos políticos el
núcleo de la soberanía nacional, y que fue cuidadosamente convenido entre
González, Suarez, Fraga, Arzalluz, Pujol y Carrillo.
He ahí todo el problema. Nada
cambiará mientras no cambie eso. Y eso, permítanme que no les diga lo que
quieren oír, no va a cambiar. Ningún tirano dimite ni se hace el harakiri. La
libertad para tenerla hay que desearla; lo dijo hace cinco siglos Étienne de la
Boétie. Nada cambiará en una sociedad pancista, donde los principios son
postergados por el interés y el sectarismo; donde los individuos buscan sólo su
provecho aun en perjuicio del conjunto e, incluso, de manera ilícita. Nada
cambiará mientras las gallinas prefieran el calor del gallinero y la comodidad
de ser provistas de moyuelo.
Max Estrella, cesante de
hombre libre.
Enero, 2013