Estamos hartos de advertir a los
ingenuos, en una especie de letanía pagana, que abandonen toda esperanza de
cambio en la política española. La política en este país está concebida –usando
la expresión acuñada por Spinoza- “sub
specie aeternitatis”, es decir, como aquello en lo que el tiempo jamás
provoca cambio alguno. La viva refutación de Heráclito y cuantos le siguieron. Aquí,
la dialéctica de Hegel le hubiese valido a éste ser contratado en el Club de la
Comedia. Y no me explico que, con tantos marxistas (carlistas, no grouchistas)
como aquí tenemos, no hayan mandado a Marx y Engels a los albañiles, el
materialismo dialéctico a la mierda y luego se hayan suicidado. Aquí, en la
política, nada cambia por la naturaleza de las cosas. Aquí los cambios siempre
se han hecho del mismo modo que la morcilla: con sangre. Lo demás, las más de
las veces, ha quedado reducido a ligeras variaciones. Ahora no va a cambiar la
cosa.
De modo que quienes piensan,
esperan y desean que las urnas traigan algo diferente están muy equivocados.
El cambio necesario para superar
este estado de cosas ruinoso y antidemocrático debería consistir –a grandes
rasgos- en hacer eficientes y sostenibles económicamente las estructuras
político-administrativas –ningún país puede permitirse por mucho tiempo cuatro
administraciones territoriales, 18 parlamentos, 18 gobiernos, 50 diputaciones y
cabildos, 500.000 cargos públicos, etc.-; en instituir una verdadera separación
de poderes -“que el poder frene al poder”
como afirmó Montesquieu-; en aprobar una ley electoral que garantice la
democracia representativa, es decir, la facultad de los ciudadanos de elegir -y
destituir- a sus gobernantes; y, por último, en devolver a los individuos y a
la sociedad civil los derechos y la posición que el colectivismo y el Estado
ultraintervencionista les han usurpado.
Ninguno de estos cambios vendrá
de la mano de quienes son los artífices del sistema vigente: Partido Popular y
Partido Socialista. Ambos han tenido la ocasión de cambiar las cosas y, sin embargo,
por el contrario, lo que han hecho ha sido reforzar el sistema: multiplicar las
estructuras político-administrativas, parasitarlas, enterrar a Montesquieu y,
en suma, privilegiar su posición oligárquica.
Rajoy ha demostrado ser tan
inmovilista –o tan cobarde- como aquél del que hablaba Borges: un pájaro anidaba
en la quietud de su pecho horizontal.
Y qué esperar de Pedro estornudo.
Es un pitagórico, en el sentido de que es la reencarnación de Zapatero. Tan
ambicioso, tan sectario, tan rencoroso y, probablemente, tan inútil. Pero, en
todo caso, tan lúcido como para no acabar con un sistema que posibilita que
gente como ellos puedan llegar a presidentes del Gobierno.
En cuanto a los nuevos partidos
autoproclamados regeneracionistas, estos “renovadores de la nada” –como llamó
entonces Txiqui Benegas a otros que se les parecían-, ya han dado muestras, en
cuanto han tocado poder, que su discurso no se compadece con sus actos.
¿Puede, acaso, a estas alturas,
esperarse algo de Ciudadanos, que sostiene al régimen más incompetente y
corrupto que ha conocido la historia de España?
Y lo mismo sucede con Podemos
Unidos, un partido o movimiento, o como quieran llamarse, que no es sino la
nueva careta que enmascara al partido Comunista de España -que sabe desde hace
tiempo que de ir a cara descubierta sería tragado por el sumidero de la
Historia, como ha sucedido a todos los comunismos de los países occidentales desarrollados-,
y a esa nueva casta oligárquica de demagogos populistas que vienen con el
discurso de la regeneración democrática pero que en el fondo –como han
demostrado- son tan corruptos, tan déspotas y tan nepotistas como la casta que
critican, con la agravante de que tienen las manos manchadas con el dinero
sangriento que reciben de regímenes totalitarios y sanguinarios que los
financian y apoyan.
Así las cosas, la única esperanza
tal vez consista en lo que el gran Ortega ya advirtió, esto es, en el inmenso
poder destructor de los demagogos. Sólo queda confiar en que la
irresponsabilidad de los demagogos termine estrangulando al país. Entonces, si
aprendemos la lección, puede que otras generaciones conozcan, resurgida de sus cenizas, una España mejor.
Mayo, 2016