Veo en estas páginas un vídeo encantador,
que protagoniza un perro sobrecogedor en las dos acepciones del diccionario; o
sea, sorprendente y recaudador o, más literalmente, cogedor de sobres. Resulta
que en el marco de la operación Heracles, que la juez Alaya libra contra la
delincuencia organizada del régimen, o sea, la banda de los cuatro —de los
cuatro que aún no han dado la cara—, un perro, de nombre Aris, ha descubierto
un nido de billetes que el sindicalista de la UGT Juan Lanzas escondía, a lo
clásico, debajo del colchón. Como profeso por los perros una incondicional
devoción, la proeza canina me ha llenado de “orgullo y satisfacción”, y me ha
conducido a la reflexión y a la ensoñación.
Cuando el hombre primitivo decidió
domesticar al perro no llegó a imaginar que se convertiría, al decir de muchos,
en el mejor amigo de la especie.
Incluso, cuando descubrió —penosa
y prontamente— que el hombre era un lobo para el hombre —según la piadosa
metáfora, que los primeros literatos de
la humanidad acuñaron para disimular, de forma elegante, lo mucho que nos
gustaba la carne del prójimo y succionar los tuétanos—, su relación se hizo aún
más estrecha. Hasta el punto de llegar el hombre a preferirlo a sus propios
congéneres.
La literatura nos ha dado
bellísimos ejemplos: se atribuye a Lord Byron —que, por cierto, escribió en la
tumba de su perro: “…tuvo todas las
virtudes del hombre y ninguno de sus defectos…”— haber dicho que cuanto más
conocía a los hombres más quería a su perro; aunque algunos sostienen que la
frase es de Diógenes de Sinope, pienso que no, pero hubiera podido ser así,
pues la admiración de Diógenes por este animal era tal que se llamaba a sí
mismo Diógenes el Perro, y cuando murió sobre su tumba alzaron una columna y
sobre ella un perro de mármol. A quienes le preguntaban por qué se llamaba
perro, les decía: “Porque muevo el rabo
ante los que me dan algo, ladro a los que no me dan, y muerdo a los malvados.”,
al menos eso es lo que cuenta Diógenes Laercio en las Vidas de Filósofos.
Algo parecido sintió el Orlando
de Virginia Woolf, que prefirió en cierto momento de su dilatadísima vida la
compañía canina al trato humano: “…me
comprarás de las perreras del Rey los sabuesos más finos de la jauría real
—dijo a su lacayo—, me los traerás sin pérdida de tiempo, porque he acabado ya
con los hombres.”
Mi profesor de Filosofía del
Derecho, el insigne iusnaturalista D. Francisco Elías de Tejada, sin llegar a
los extremos de Orlando, manifestaba idéntica predilección. Contaba que, viendo
el cariz que tomaban los acontecimientos ante el trato que su perro dispensaba
al costoso sofá recién adquirido por su esposa, tuvo que anticiparse a una
previsible disyuntiva: “no me vayas a dar
a elegir entre el perro y tú —afirmó que dijo a su mujer—, porque ya sabes con
quién voy a quedarme”.
También Schopenhauer profesaba
parecidas creencias, pues frente a cierta misantropía —al menos yo lo percibo
así— mostraba una indisimulada admiración por los perros.
Y si analizamos la cuestión desde
la perspectiva canina, parece que existe una evidente e innegable reciprocidad;
la vida, a través de sus registros en las hemerotecas, nos ha ofrecido
innumerables ejemplos de la incondicional —y, tantas veces, inmerecida—
fidelidad de los perros hacia los humanos. No en vano Borges, persona
vastamente sabia, hablaba en uno de sus poemas de la “misteriosa devoción de los perros”. Hasta la ciencia lo corrobora,
otorgando a la especie el cálido apellido “familiar”, con que se la designa: “Canis
lupus familiaris”, vulgo perro.
El caso es que la relación entre
ambas especies resulta fascinante, y enigmática. ¿Qué llevó al hombre a elegir
al perro? Sin duda, ni siquiera es el animal más inteligente. ¿Por qué,
entonces, el perro y no el mono, nuestro pariente más cercano? Quizás porque el
mono se pasaba de listo. Leopoldo Lugones cuenta que “los naturales de Java atribuían la falta de lenguaje articulado en los
monos a la abstención, no a la incapacidad. No hablan, decían, para que no los
hagan trabajar". Tal vez por eso, William Faulkner —que probablemente
ignoraba el ardid— no los incluyó en su ranking sobre animales inteligentes; o,
tal vez, porque sólo se refería a la fauna doméstica del condado de Yoknapatawpha.
Lo cierto es que Faulkner sitúa al
perro en cuarto lugar en inteligencia: “…a
la mula sólo la pongo por detrás de la rata en inteligencia, la mula seguida en
orden descendente por el gato, el perro y el último el caballo… Coloco primero
a la rata sin el menor género de dudas. Vive en tu casa sin ayudarte ni a
comprarla, ni a construirla, ni a repararla, ni a pagar la contribución; come
lo que tú comes sin ayudarte ni a cultivarlo, ni a comprarlo y ni siquiera a
meterlo dentro de la casa…Al perro lo pongo en cuarto lugar. Es valeroso, fiel
monógamo en su devoción…su fallo (al compararlo con el gato) es que trabaja
para ti, quiero decir que lo hace de buena gana, que es feliz, que aprenderá
cualquier truco, sin importarle lo estúpido que sea, sólo para agradarte…” .
Puede que ahí esté la clave, en la
extraordinaria disposición de los perros para ser complacientes con los
humanos. Esa disposición que los lleva —como dice Faulkner— a trabajar para ti
de buena gana (y encima, aquí llamamos perros a los holgazanes). Pareciera que
tuviesen conciencia de que el trabajo dignifica y que conocieran la sentencia
de San Pablo: “…el que no trabaje, que no
coma…”, porque no hay sector de la actividad económica en el que no
practiquen oficios. Por ejemplo, pastores en la ganadería; o, labradores o
alforjeros en la agricultura; perdigueros, lebreros, arderos, raposeros, etc.,
en la caza; bodegueros, saltimbanquis o actores —con más vergüenza que los de
la ceja— en la industria; soldados en las guerras; ojos para los invidentes;
rescatadores de perdidos o sepultados; defensores de vidas y haciendas, etc.,
etc., etc.
En la buena disposición y en la
laboriosidad de los perros puede estar la clave de la redención del sufrido
pueblo andaluz. En eso y en la situación económica que padecemos, aquí con más
rigor. Aquí, que el desempleo hace estragos; que no ha dejado una familia libre
de sus garras, ni siquiera los perros se han salvado. No hay bodegas para tanto
bodeguero, aunque, sin embargo, no falten las ratas; ni tanta cabaña para
tantos pastores; ni presupuesto para llenar de coñac el barrilito de los San
Bernardo; las familias han reducido el gasto suntuario o superfluo, y el empleo
canino en la publicidad, o en el cine, o en la caza, o en el circo, se ha
resentido; y no digo nada de los que trabajaban de vigilantes en las obras.
Ahora sólo tienen empleo los perros funcionarios, los que trabajan en la
investigación, en los bomberos, en la policía, o en los servicios sociales.
Eso es lo que ha ocurrido: Aris, un
pastor alemán, héroe discreto, que no encontraba trabajo en lo suyo, decidió
reciclarse y convertirse en perro policía. Y va por ahí descubriendo nidos de
pasta corrupta, y, como hacía Diógenes, mordiendo a los malvados. Como cunda el
ejemplo, esto puede ser el principio del fin. Por culpa del desempleo, y de la laboriosidad
de algunos, este régimen puede morder el polvo.
Andalucía no se liberará de la
opresión y la miseria por la acción de las masas. El pueblo andaluz prefiere el desierto calcinante a las abiertas
alamedas. Ya se sabe que las masas nunca amaron la libertad, y que ningún
totalitarismo se sostuvo sin su apoyo, como acertadamente señaló Hannah Arendt.
No, buena parte de la sociedad andaluza, entre narcotizada y corrompida, carece
de disposición para reconocer cuáles son sus verdaderos intereses y luchar por
ellos.
Puestos a soñar, puede suceder
que la libertad y la prosperidad que una mayoría, complaciente con la
corrupción y el despotismo, niega en las urnas, vengan de manos de una juez
divina y de los perros.
Max Estrella, cesante de
hombre libre
Marzo, 2013