EL CÁNCER DEL ESTADO

Vemos en los medios que dos infatigables luchadores contra la podredumbre de este régimen han promovido una curiosa iniciativa: solicitar un simbólico asilo humanitario ante determinadas representaciones diplomáticas extranjeras, bajo argumentos que, aunque rebosantes de ingenio, sólo pueden calificarse de extravagantes desde una perspectiva técnico-jurídica. Evidentemente, eso carece de importancia.
Lo importante, a mi juicio, es que nuestros dos siderales y apocalípticos amigos, Eduardo y Luis, han puesto el dedo en la llaga, una llaga más profunda que la cervantina sima de Cabra y más supurante que las fuentes del Nilo. Porque, en efecto, el gran problema de este país es que los partidos políticos hayan conseguido apropiarse de las instituciones del estado, las hayan “patrimonializado” en su provecho; es decir, hayan parasitado el Estado.
Partitocracia. Esa es la madre de todos los males de nuestro sistema político, y de la corrupción política. Quienes hayan conocido el franquismo sabrán que la expresión era tabú en los ambientes “progresistas”, ya que Franco solía usarla. De manera que hablar de partitocracia y ser tachado de fascista eran una misma cosa. Y así quedó establecido –para provecho de la actual casta- que luchar contra la partitocracia era luchar contra la democracia. Hasta el punto de que ni siquiera la Real Academia Española –seguramente para no contrariar a Cebrián- acepta el término. Yo me permito su uso bajo la advocación de Eduardo Haro Tecglen, ese gran sectario que, como tantos otros hijos de la secta, pasó de una reivindicación elegíaca de José Antonio (aguanten la risa, por favor: “Se nos murió un Capitán, pero el Dios Misericordioso nos dejó otro. Y hoy, ante la tumba de José Antonio, hemos visto la figura egregia del Caudillo Franco…”), a dar las gracias a uno de los más grandes asesinos de la historia, Koba El Temible, José Stalin para el siglo, para terminar llamando “cristofascista” a Esperanza Aguirre, en uno de sus últimos artículos en El País. Y así, puesto que en su “Diccionario político” incluyó el controvertido vocablo, quedo redimido; más aun considerando que, a modo de bula, dispongo legítimamente de un ejemplar.
Pues bien, la partitocracia es una corrupción de la democracia en la que los partidos políticos –o más exactamente sus oligarquías- controlan directa o mediatamente todos los poderes del Estado y sus Instituciones, usurpando la soberanía nacional, que queda residenciada en el pueblo sólo de un modo formal pero no real ni efectivo. Una mera ficción, moco de pavo.
Porque ¿acaso no es un hecho que, contra lo dispuesto en la Constitución, los partidos, a través del sistema de electoral de listas cerradas y bloqueadas, han establecido un monopolio fáctico que impide o dificulta gravemente el acceso a las funciones representativas y cargos públicos a quienes no aceptan sus reglas y se pliegan a sus intereses?
¿Acaso no es un hecho que, contra lo dispuesto en la Constitución, los parlamentarios, y en general cualquiera que deba su cargo al partido, están sometidos al mandato imperativo de éste, que no sólo les indica el sentido del voto sino que les aplica medidas disciplinarias si contravienen sus directrices?
¿Acaso no es un hecho que los partidos controlan el poder judicial, y se reparten, como bucaneros, los asientos del Consejo General y del Tribunal Constitucional, como si de un botín se tratara? ¿Y acaso no controlan mediatamente el ingreso en la carrera de jueces y magistrados, su promoción profesional y, sobre todo, el acceso a las más altas magistraturas?
¿Acaso no es un hecho, que en contra de lo dispuesto en la Constitución y en las leyes, dirigen y controlan las instituciones garantistas, como el Banco de España, el Defensor del Pueblo, el Tribunal de Cuentas, el Consejo de Estado, etc, designando a sus miembros y sometiéndolos a su disciplina?
Y esto sólo en lo que afecta al sistema político; del control de la sociedad por los partidos, como en los regímenes totalitarios, en Andalucía tenemos un magnífico ejemplo.
Y, por supuesto, todo lo anterior es extensible respecto a los demás poderes territoriales: comunidades autónomas y entidades locales.
Una prueba de la existencia de este régimen partitocrático está en el hecho de que en un país donde la política se practica desde, la abyección, el rencor, la crispación, el insulto; en suma, desde el cainismo como método, no exista la más mínima disensión entre los partidos cuando se trata de los elementos que son el sostén del régimen: el control de los poderes del Estado, el reparto por cuotas de las instituciones, el sistema electoral, la financiación faraónica y un régimen de impunidad respecto a sus actos.
Los partidos gobiernan para sus intereses o, en el mejor de los casos, conforme a la regla de oro del despotismo ilustrado. En todo caso, el pueblo no cuenta para nada. No es de extrañar, pues, que en el barómetro de noviembre del CIS la ciudadanía perciba a los políticos y a los partidos como el tercer problema del país después del paro y la situación económica. Ciertamente que esta indignada desafección surge ahora, cuando la economía va tan mal y las expectativas no dan pábulo al optimismo; tal vez llega con retraso, nos hemos dejado robar la libertad, la dignidad y la cartera, y ahora que ya no caen migajas de la mesa donde se celebra el banquete, viene el lamento. Esto que tenemos es lo que hemos deseado o, al menos, consentido.
Alguien, pues, ¿se atreve a llamar a esto democracia?
Max Estrella, cesante de hombre libre
Diciembre, 2012