EL LAMENTO DE ENEAS

Madre de los Enéadas, nutricia Venus,

todos te siguen con ardor a donde tu

dispones conducirlos. Puesto que tú sola

gobiernas la naturaleza de las cosas…

(Lucrecio, De rerum natura)


Mientras releo por enésima vez mi libro favorito, la Eneida, en la traducción que del inmortal poema del divino Virgilio hizo el jesuita Aurelio Espinosa Pólit, que le llevó toda una vida, pues la perfección se alimenta no sólo de talento, empeño y afán, sino, sobre todo, de tiempo, como bien sabe Dios a su pesar, llego al libro cuarto y, ya que acostumbro a leer con el fondo amable de la música de los grandes clásicos, se me ocurre que qué mejor acompañamiento para este flébil capítulo que comienzo que el Dido y Eneas de Henry Purcell, así que eso hago. Voy disfrutando, como siempre, de su lectura, que ni siquiera un gran vino o uno de los mejores Macallan, que atesoro y raramente bebo para que no se acaben, llegan a procurarme tanto gozo y deleite, y sigo, por supuesto, con mi anticuado lápiz bicolor, subrayando en rojo o azul, dependiendo de la fuerza poética del texto y del impacto que éste produce en mi ánimo, los pasajes más sublimes que a cada nueva lectura voy descubriendo, lo que afortunadamente siempre ocurre, de modo que ya casi no queda un párrafo en el libro que no haya sido resaltado o anotado, cuando sumergido en la desgarradora historia percibo que suena en ese momento el ‘lamento de Dido’, y son tan conmovedores los bellos hexámetros de Virgilio -“...pues nada en mi desdicha me he reservado, sino sólo el llanto...”- como la exquisita y delicada y melancólica aria de Purcell que no puedo evitar que algunas lágrimas huyan furtivamente de mis ojos dejando su flébil huella sobre las mejillas.
El amor anda siempre en conflicto con el tiempo, con la mentira y con el destino; y aunque Albert Einstein que debía estar locamente enamorado cuando dijo que lo consideraba la fuerza principal de la naturaleza, por encima de las cuatro clásicas fuerzas fundamentales, a mí me parece que, pese a su naturaleza tiránica, como tan bella y poéticamente apuntó mi paisano don Luis, lleva siempre las de perder, y siempre pierde.
Ya sabemos que el tiempo todo lo devora o lo consume o lo destruye; no se había de librar de su poder aniquilador el amor, como sabiamente advirtiera Quevedo: el amor si no lo mata la hambre, lo mata el tiempo. Y qué decir de la mentira; que esa sí que es la auténtica fuerza que mueve el universo, como supo ver y advertir tan lúcidamente Jean François Revel. Y, desde luego, igual que sucede con el tiempo, tampoco puede sustraerse el amor a su demoledora garra. De esa manera, víctima del interesado engaño, sentía la desdichada reina cartaginesa su frustrado amor; y aguijoneada por la Fama -que tanto es su empeño en la mentira infanda...- reprochaba amarga y furiosamente a Eneas su fingido himeneo. Y luego está ese otro gran enemigo, no sólo del amor: el destino o el hado o el azar o el fatum o los dioses, o comoquiera que queramos llamar a aquello que sólo un ciego como Borges pudo ver y exponer tan aguda y nítidamente, en uno de sus poemas sobre el ajedrez, o sobre la vida, que son la misma cosa: Dios mueve al jugador y éste la pieza, ¿qué Dios detrás de Dios la trama empieza…?, o sea, como quiera que queramos nombrar a esa fuerza suprema que maneja los hilos de esta trama que es la existencia humana.
Y pienso: siempre la misma historia. Eso es todo, a eso se reduce nuestro papel en esta obra. Marionetas movidas por la despiadada mano del destino, con sus tenebrosos ineludibles hilos, los humanos. Y pienso también cómo el hado o el azar o Dios o lo que sea que mueva los hilos de esta trama trágica termina frustrando aquellos que se fantaseaban venturosos designios.
¡Ah, si vivir mi vida me dejasen los Hados al sabor de auspicios propios y arreglar a mi gusto mis cuidados...!, se lamentaba, o se justificaba Eneas ante Dido o, tal vez, ante su propia conciencia. Y pienso que el lamento de Eneas es en el fondo paradójico y, en tal medida, injusto. Porque, siendo el amor azaroso por naturaleza, ya que uno no elige a la persona de la que se enamora; no se dice: voy a enamorarme de tal o de cual, sino que el amor surge sin más, ajeno a nuestra voluntad y a nuestros deseos y conveniencias. Y siendo eso así, digo azaroso en su nacimiento, ¿por qué entonces no ha de serlo igualmente en su vivencia y extinción? No comprendo, pues, el lamento de Eneas, y que se queje de que el hado gobierne el timón de sus amores. Por otra parte, además, él es hijo de diosa, la del amor precisamente, semidiós por tanto, lo que en cierto modo, a mi modo de ver, legitimaría el interés del olimpo para inmiscuirse en sus asuntos amorosos, que, al fin y al cabo, no serían sino un asunto de familia. Pero nosotros, simples mortales, qué motivos o interés hemos dado o podemos suscitar en los dioses para que se entrometan y mangoneen nuestros cordiales negocios -tan triviales y baladíes- como si fuésemos títeres, salvo que, como dijo Homero, lo hagan para que podamos entretener a las futuras generaciones con la narración de nuestras desdichas, cosa verdaderamente cruel, o hermosa, ya no sé. De modo que al final, quiero decir después de pasar un buen rato extasiado en el asunto -o, como cariñosamente suele decirme Ana: levitando; siempre estás levitando- vuelvo a leer el lamento de Eneas: ¡Ah, si vivir mi vida me dejasen los Hados al sabor de auspicios propios y arreglar a mi gusto mis cuidados...!, y aunque lo percibo poco espontáneo y un tanto artificioso, como he dicho, termina llenándome de melancolía, y acabo como él lamentándome: ¡qué más quisiéramos también, nosotros los vulgares y desdichados humanos, que ser verdaderamente libres!

Octubre de 2024