CONTINUACIÓN DEL COLOQUIO DE LOS PERROS

Recientes investigaciones nos han traído la grata noticia de que Miguel de Cervantes no era de Alcalá de Henares, sino de Córdoba. Y, siendo de Córdoba, digo yo que de qué pueblo podría ser sino de Cabra, cuna de tanta gente ilustre o más. Tal idea quedó corroborada por el hecho de que en la biblioteca municipal Juan Soca de Cabra se halló hace unos días el manuscrito de la segunda jornada del cervantino Coloquio de los perros, que contiene el relato de Cipión, curioso relato, en verdad, y muy actual, como podrá comprobar el lector ya que la municipalidad egabrense, propietaria del manuscrito, ha decidido gentil y generosamente ofrecerlo incondicionalmente al público. Helo ahí:


CONTINUACIÓN DEL COLOQUIO QUE PASÓ ENTRE CIPIÓN Y BERGANZA,

A QUIEN COMÚNMENTE LLAMAN ‘LOS PERROS DE MAHUDES’

Amigo Berganza, hemos de dar gracias a Dios por habernos concedido el don de la habla por una noche más, que así será mi ocasión, como teníamos acordado, de comunicar la curiosa conversación que sostuvo un señor licenciado con un alférez de su Majestad, historia de la que no tienes noticia, querido hermano, por haber sucedido en días antes de aquella otra noche en que me viste llevando la linterna de las ánimas con el buen cristiano Mahudes y que por tal afortunado encuentro el bendito Mahudes te eligió y tomó por compañero y hermano mío y te trajo a este hospital de la Resurrección, donde desde entonces hemos compartido esteras y sucesos prodigiosos.

Estaban, digo los mentados licenciado y alférez, sentados a la entrada de un mesón que lo llaman El Ocho, que está al poco de cruzar los arcos de la calle de Baena, y que acoge en su interior una rebotica donde se juega el veintiuno y otros juegos de naipes, frecuentada por tahúres, valentones, folloneros y gentes de puntilla ligera. Dejóme Mahudes cerca dellos, mientras diligenciaba unos asuntos con un escribano, eso dijo, pero barrunto que en verdad entró en la taberna a comerse un crispín -que los de esa casa gozan de gran fama y renombre- que no quiso compartir conmigo, y te diré, por si no sabes qué es el crispín, que es un sabroso rollito de comida parecido a un flamenquín, pero elaborado con un filete de merluza o rosada o lenguado que enrolla en su interior unas gambas o langostinos. Y, aunque me privó del placer de disfrutar tal manjar, gracias a que dejóme en la calle, pude oír lo que hablaron el licenciado y el alférez, que, por parecerme curiosa teoría política sobre el fisco, me place contarte por ver si te sorprendes como a mí me sucediera. Esto fue lo que hablaron:

- Dígote, amigo alférez, que los ladrones, que vacían las arcas públicas, o les alivian su peso, si son políticos, no debieran ser perseguidos ni molestados ni entorpecidos en sus tareas de rapiña, y que se les ha de dejar obrar impune y libremente, sin trabas ni cortapisas.

- Señor licenciado, voacé disparata por causa de las tercianas que ha sudado, o mi pobre entendimiento no alcanza a seguir y comprender lo que trata de decirme.

- Digo, señor soldado, que estorbar el voraz y codicioso pillaje de los políticos no sólo no sirve para nada, sino que resulta aún peor para nuestros intereses de paganos, pues a lo robado, que jamás es hallado ni devuelto, hemos de añadir otra ingente cantidad de dineros. Vea voacé si no:

Primeramente, los gastos de la averiguación de los hechos, que dicen de la investigación policial, que siempre suele durar largos años, y que comprende, como poco, los sueldos de los alguaciles y los gastos que llevan parejos, como son los relativos a los medios e instrumentos necesarios para desempeñar su labor: transporte, luminarias, realización de pruebas, adquisición de instrumentos, dietas, etc. Luego que esta haya resultado aceptablemente provechosa, pásase el asunto a la Justicia, y aquí entran en danza gran cantidad de ujieres, ordenanzas, escribanos, fiscales y jueces que se ocupan de la instrucción de la causa y de formar lo que ellos definen como el sumario, seguramente así llamado porque no conoce otra regla que la de la suma, sumar y añadir ceros a la cuenta de gastos, pues todos los que intervienen en esta parte del proceso tienen la mala costumbre, si no el vicio, de pretender cobrar por su trabajo y que, además, los gastos aparejados a su desempeño, que son cuantiosos, los pague el común, en lugar de sufragarlos ellos de su propio peculio. Cuando la instrucción ya está madura y el sumario formado, lo que suele suceder lustros después de que se iniciara, llega el turno de juzgar, que toca a los ilustres ropones de las más diversas categorías, de las audiencias provinciales, de los tribunales superiores de la correspondiente región, de la Audiencia Nacional, etc., gente importante con su cohorte de auxiliares, memorialistas, documentalistas, pendolarios y demás especies de coadyuvantes, cuyos gastos y emolumentos no son precisamente moco de pavo. Y como sus designios nunca son del agrado de alguna de las partes litigantes, son llamados a escena -nunca mejor dicho, creo, pues ahora los asuntos de la Justicia más parecen farsa que otra cosa- los gatos forrados. Dirá voacé, señor soldado, qué disparate es ese de los gatos forrados, pues dígole que lo leí en un libro de un tal François Rabelais, intitulado Gargantúa y Pantagruel, y desa manera se aludía en él a los magistrados, debido a que con piel de gato iban forrados los birretes y adornadas sus togas. Estos puñeteros -y sepa vuesa merced que no lo digo porque practicaran el onanismo, sino por las ricas puñetas de encaje de Flandes que adornan sus togas- se ocupan de solventar las apelaciones, revisiones, casaciones y demás triquiñuelas jurídicas que saben urdir los abogados para beneficio de sus clientes, sean justas o no, pues es sabido que la justicia y las leyes toman con frecuencia caminos diferentes. Pero, en suma, como a la postre estos gatos forrados no actúan sino con gran fastuosidad, pompa y boato, su paso por la escena nos sale por un ojo de la cara. Y luego, si por fortuna los ladrones son condenados, hemos de sumar el gasto del Tribunal Constitucional, que no es propiamente un tribunal judicial, sino una corte de magistrados que deben su cargo a la designación de los propios políticos, y que suelen actuar conforme al sabio y antiguo proverbio que pregona que es de bien nacidos ser agradecidos. Y así se puede comprender que, siendo la práctica habitual de este tribunal admitir a consideración sólo una de cada cien peticiones, en el caso de los políticos no sólo suelen ser admitidas a consideración la inmensa mayoría de ellas sino que, además, suelen ser estimadas en sus pretensiones, si no en su totalidad sí en buena parte. Así pues, gasto espléndido y superfluo que añadir a nuestra cuenta de gastos.

Y añada vuacé a todo ello la soberbia minuta de honorarios de los abogados de los -presuntos- chorizos, cuyo pago hemos de soportar también las víctimas del expolio -aunque esto resulte grotesco en cualquier otro país del mundo-, pues estando en sus propias manos determinarlo así, así lo acordaron ellos mismos para su particular beneficio en las leyes que hicieron, lo que pone de manifiesto con meridiana claridad que el afán de rapiña es connatural en ellos y está inserto y arraigado en sus propósitos. Y no crea voacé que me refiero a las minutas de los abogados del turno de oficio, ni siquiera a las de los abogados del Estado o de los numerosos cuerpos de abogacía regionales, que, al fin y al cabo, sus honorarios ya estarían incluidos en los sueldos públicos que cobran, no señor, estos mangantes, que siempre quieren lo mejor para ellos, han dispuesto que hemos de pagarles a los mejores abogados del reino, que ellos mismos habrán de elegir, y cuyas tarifas, obviamente, son descomunales.

Pensará, señor alférez, que con esto acaba la cuenta de los dineros que nos sacan, y, lamentablemente, me veo en la obligación de corregir su opinión: ahora, cuando todo se piensa ya concluido, viene lo que el pueblo suele llamar la parte del león. Y es que, si se da la circunstancia de que los ladrones sean políticos del partido del Gobierno o de los que lo sostienen de manera imprescindible, entonces hay que pagar la intervención del mastodóntico Gobierno, con más ministros que el del mayor imperio que conociera la Historia, y con más asesores y funcionarios que la famosa piara evangélica llamada legión, que dedicarán bastantes horas de su tiempo y numerosos recursos públicos a, en primer lugar, indultar todo lo indultable y, después, a elaborar los proyectos de ley que borren los delitos por los que fueron condenados del código penal, o a pintarlos a su capricho e interés, diciendo que robar no es delito si lo que se roba es para el partido. Y está claro que para aprobar una ley tienen que intervenir las Cortes, esto es, trescientos cincuenta diputados y doscientos cincuenta senadores, o sea seiscientos sueldazos, suplementados con los de miles de asesores y funcionarios, dietas sin fin, guardaespaldas, facturas de aviones, trenes, taxis, restaurantes, hoteles, y hasta de cortesanas de unos locales que llaman puticlubs. Eso sin contar el considerable gasto de los numerosos organismos públicos que han de dar su parecer en la elaboración de las leyes, y que no contabilizo porque resulta ya frecuente en el quehacer de estos políticos prescindir de la reputada opinión de organismos tan eminentes para que no quede en las actas constancia y testimonio de su vileza. Gasto incalculable en todo caso el de las numerosas sesiones que dedicarán al asunto. Y llega a haber casos en que los ladrones, no satisfechos con indultos y leyes exonerantes hechas a medida, se autoamnistían con leyes que dejen inmaculado su currículo de rateros, con lo cual vuelve a repetirse y duplicarse el gasto anterior, incluidas las cortesanas que eso al parecer, por los casos que conocemos, nunca se excusa ni dispensa. Y, por último a tales gastos habrá que añadir los de la última intervención de todo el aparato judicial ya descrito, dedicado a aplicar indultos, revisar penas y amnistiar delitos. En resumen, por poco que cueste y por mucho que se haya robado, todo este tinglado alcanza a costar mucho más que lo robado, que, por cierto, nunca se recupera, así como que los ladrones tampoco pisan nunca la cárcel ni pagan por su delito. De modo que es más conveniente para los que abastecemos las cajas públicas de dineros observar el arbitrio que formulo y dejar a los políticos robar sin trabas, porque, además, a la postre, todo ese tinglado que he descrito a vuesa merced no es sino una gran farsa para aparentar que se hace justicia, o sea, humo, y que para colmo de la desfachatez y la desvergüenza ni siquiera sirve de amonestación y advertencia a los ladrones, sino muy al contrario de aliciente y estímulo para perseverar en el delito.

Y ahora, amigo alférez, diga voacé si estoy en razón o si estos pensamientos míos son fruto de las tercianas.

- Señor compadre, mucha razón tenéis en lo dicho y, es más, vuestro buen juicio llevádome ha a pensar que el gobierno y la salud del reino, en lugar de estar en manos discretas y circunspectas, está sometido al capricho de una banda de ladrones, pues digo a voacé, señor licenciado, que tan ladrón me parece el que mete la mano en la bolsa como el que disimula el robo estando a su cuidado el evitarlo o el que lo disculpa siendo su obligación perseguirlo y castigarlo.

- Verdad dice voacé, señor soldado, y de sus palabras colijo que los pastores a cuyo cuidado está el rebaño de este reino nuestro son más dañinos para su salud que los lobos; ¿para qué los necesitamos entonces, si más que ayudar, cuidar, contribuir y servir, obstaculizan, perjudican, se aprovechan y se lucran?

Y en este punto, hermano Berganza, salió de la taberna el bueno de Mahudes y llevóme de vuelta al hospital, con lo que, a mi pesar, dejé de escuchar la tan curiosa como interesante y juiciosa conversación de los dos compadres.

- Hermano Cipión, he de decirte que, en efecto, esta historia me ha causado gran sorpresa y estupor, y me ha hecho recordar algo que oí contar, estando tendido en estas mismas esteras debajo de las camas de los enfermos, a un cojitranco convaleciente de una gran cuchillada ganada en una riña. Era un tipo curioso, de pelo crespo, tupidos bigotes sobre una perilla que le cubría justo el hoyuelo del mentón, y que en lo alto del puente nasal llevaba colocadas dos lentes circulares, una a cada lado de la nariz haciéndole pantalla delante de los ojos y encajadas en una montura negra, dicen que para ver mejor. Contaba que un hidalgo, viendo que los ratones le roían el pan y algunas otras viandas, mandó traer gatos a su casa para acabar con la rapiña de los roedores. Y, en efecto, así fue, los ratones dejaron de comerse los mendrugos de pan y otras menudencias, pero los gatos estragaron la despensa, pues no sólo se comían el pan sino toda clase de manjares y hasta metían las zarpas en los pucheros y los aliviaban de los avíos y las sabrosas carnes. De manera que el hidalgo, harto de tanto expolio, gritaba ¡fuera gatos! ¡ratones quiero y no gatos, que vuelvan los ratones!

Y recordando esta historia, quedé conmovido y entristecido, condolido con la suerte de estos humanos que se piensan tan listos y son, sin embargo, unas pobres criaturas, a las que cualquier canalla sin escrúpulos mangonea y somete a sus caprichos.

- Razón llevas amigo Berganza, y hablaríamos largamente de las desdichas a las que la humana condición parece estar hermanada, pero la aurora ya alumbra con su hermoso rosicler los ventanales y es hora de concluir este coloquio. Quiera Dios otorgarnos otra noche como las pasadas, y, si así fuera, te corresponderá, como tenemos convenido, un nuevo turno para comunicar otra apacible historia.

-Que así sea.

Junio de 2024