La
niebla esconde el precipicio
a
los que están destinados
a
rodar por él.
(W.
Scott, El talismán)
Llegó
al poder por una moción de censura, fundada en la supuesta
corrupción de su oponente, valiéndose para ello de una sentencia de
la Audiencia Nacional, en la que era ponente el magistrado José
Ricardo de Prada, de acreditada parcialidad zurda. Tales
fundamentos
fueron
rotundamente refutados
por el Tribunal Supremo, que dejó meridianamente
establecido
que ni el Gobierno ni su presidente ni ninguno de sus ministros ni el
Partido Popular ni ninguno de sus militantes habían
resultado
condenados
en la referida
causa.
Lo
cual
viene a significar que la moción de censura que alzó a Pedro
Sánchez a la presidencia del Gobierno estuvo fundada en una obscena
y burda manipulación de la referida
sentencia, es
decir,
en una gran mentira; de
igual manera,
en definitiva, que
su
biografía y todo su mandato.
Transcurridos los años, no nos sorprende en absoluto que el que se
ha revelado como el mayor mentiroso de la historia política española
accediera al poder a lomos de una mentira. Pura coherencia histórica.
No les importó, sin embargo, a los que lo habían votado, que todas
sus mentiras hubiesen sido descubiertas y desacreditadas, siguieron
votándolo.
Unos
años después, dos presidentes de su partido, el PSOE, -y
presidentes, asimismo, de la Junta de Andalucía; aunque incurramos
en pleonasmo, queda reflejado-, Chaves y Griñán, fueron -estos sí
que realmente- condenados en firme por el Tribunal Supremo por
delitos de corrupción política, por el mayor saqueo de fondos
públicos conocido en la historia, no ya de España, sino del mundo
occidental. Ninguna censura, ni en forma de moción ni en ninguna
otra forma, mereció el hecho para los antiguos censores de corruptos
imaginarios. Ningún fariseo de la hipócrita secta socialista se
rasgó las vestiduras ante tan descomunal escándalo.
Sobra
decir, pues lo sabemos con certeza, que si los dos presidentes
corruptos hubiesen sido, en lugar de socialistas, de cualquier otro
partido del centro o la derecha, tal partido habría desaparecido a
manos del comando mediático progresista, y sus protagonistas se
pudrirían en la cárcel. Pero como han sido socialistas, ni pisarán
la cárcel ni el partido pagará peaje alguno por su corrupción. Y,
por supuesto, tan escandalosos sucesos, no les importó a sus
votantes, que siguieron votándolo.
Al
poco tiempo,
nos
arrebató la libertad a
todos los españoles,
decretando
dos
estados de alarma, que el Tribunal
Constitucional
declaró inconstitucionales. Nos
sometió, como son sometidos los súbditos de una satrapía bananera
o una dictadura comunista, a un ilegal
toque de queda; y,
no pareciéndole suficiente tal
vejación
y ultraje,
fue
un paso más allá decretando un
ignominioso arresto
domiciliario
de
la ciudadanía;
contraviniendo de
forma despectiva y
ominosa la
letra de la Ley
Orgánica reguladora de los estados de alarma, excepción y sitio,
que expresamente dispone que el derecho reconocido en el artículo 19
de la CE, esto es, el derecho a elegir libremente el lugar de
residencia y a
circular libremente
por el territorio nacional, libertad deambulatoria, sólo puede ser
suspendido en el caso de que el Congreso autorice la declaración de
estado de excepción. Sin embargo, este
infame Gobierno,
sin haberse declarado el estado de excepción y excediendo las
facultades que le otorgaba
la situación jurídica de estado de alarma, y
pese a haber sido advertido de ello por insignes juristas,
osó
suspender la
libertad deambulatoria en
contra
de
lo
expresamente
dispuesto
en
el ordenamiento constitucional, que, por
demás,
solamente
autoriza a limitar –que
no a suspender- tal
derecho, en horas y lugares determinados, y no en todo el territorio
nacional y
durante
todo el tiempo, como
hizo el despótico Gobierno, imponiéndonos
a todos, sin juicio, la pena de un ultrajante arresto domiciliario.
El
Tribunal Constitucional declaró incompatibles con la
Constitución tales
disposiciones.
Tal
como, por
cierto,
habíamos
señalado
algunos
ciudadanos -a
lo publicado, por ejemplo, en este blog me remito-
y advertido
prestigiosos juristas; pero, claro, sobradamente sabemos que el
desprecio del déspota -y, en este particular asunto, el de su mano
derecha, la inefable vicepresidenta Calvo- hacia la ciudadanía y
hacia el Estado
de Derecho
sólo tiene
parangón con
su
ignorancia, de la que, para nuestra desdicha, continuamente dan
muestras. Todo
ello, siendo tan grave, no importó, sin embargo, a
sus votantes -aun
siendo víctimas,
asimismo, de la ilegal
y arbitraria privación
de libertad-, ¡Vivan
las caenas!,
pues.
En
ese mismo contexto despótico –hábil-vil- mente urdido bajo la
excusa de la pandemia-, concentró en el ejecutivo bajo su mando todo
el poder de los demás entes territoriales del Estado: “1. A los
efectos del estado de alarma, la autoridad competente será el
Gobierno. 3. Los Ministros designados como autoridades competentes
delegadas en este real decreto quedan habilitados para dictar las
órdenes, resoluciones, disposiciones e instrucciones interpretativas
que, en la esfera específica de su actuación, sean necesarios para
garantizar la prestación de todos los servicios, ordinarios o
extraordinarios, en orden a la protección de personas, bienes y
lugares...
Y,
al amparo de ese autootorgado poder omnímodo, convirtió las
residencias de ancianos en cárceles; de las que no se podía entrar
ni salir. Decretó el desamparo familiar y asistencial de los
ancianos, su aislamiento; los abandonó a su suerte. Mutó las
residencias en morgues. Muchos ancianos murieron, desamparados, sin
el consuelo de los suyos en su último suspiro, sin una mano a la que
agarrarse en el último adiós. Un adiós que, como nos ocurrió a
tantos, ni siquiera pudimos dispensarles al pie de la tumba. Ni
siquiera las lágrimas nos fueron permitidas; ni los negros
crespones, en su lugar, aplausos a las ocho, fue lo decretado por los
tentáculos mediáticos del sátrapa. Tan lúgubres y flébiles
sucesos no conmovieron, sin embargo, a sus votantes; y, pese a que
muchos de ellos adquirieron en ese trance la condición de huérfanos,
gracias al Gobierno que ellos mismos habían propiciado, ningún
remordimiento, ni la memoria de los suyos, les impidió seguir
votándolo.
Cegado
en su deriva dictatorial,
días más tarde decretó el cierre del Congreso
de
los Diputados; como hicieran Lenín en 1917, o Hitler en 1933, o
Maduro y Delcy Rodríguez -a
la que hizo de mozo maletero un infame ministro sanchista, sin
dignidad
y sin vergüenza-
en 2019.
Y
el Tribunal
Constitucional
volvió a declarar que con ello vulneraba, una
vez más en
su mandato,
la Constitución. La
sentencia consideraba
que “la
declaración del estado de alarma, como la de cualquiera de los otros
dos estados [excepción y sitio], no puede en ningún caso
interrumpir el funcionamiento de ninguno de los poderes
constitucionales del Estado y, de modo particular, el Congreso de los
Diputados”.
De
nuevo, el déspota se excedía en sus autootorgados poderes, violando
los derechos constitucionales de la ciudadanía y sus representantes
legítimos. Pero esto a sus votantes no les importó.
Todos
recordamos lo sucedido en Cataluña en el año 2017, que terminó con
la declaración de independencia por parte de la Generalitat. Tales
hechos, conocidos como el procés, dieron lugar al
enjuiciamiento y condena de sus líderes por el Tribunal Supremo y a
la desestimación de su recurso ante el Tribunal Constitucional. Tras
lo cual, burlando a la justicia y a la ley, el Gobierno dictatorial
indultó a los golpistas y, para conseguir el apoyo de éstos, con el
fin de retener el poder, suprimió del código penal el delito de
sedición y modificó esencialmente el de malversación; delitos por
los que habían sido condenados los golpistas, y que, de permanecer
en el código penal, constituirían un obstáculo para llevar a cabo
un nuevo intento sedicioso. Tampoco esto importó a sus votantes.
Caracteriza
a un gobierno dictatorial
y despótico
eliminar cualquier sistema de equilibrio y contrapoderes que pueda
poner en riesgo su poder omnímodo
y
la consecución de su propósitos; aspira
a socavar
el pluralismo político y no dejar margen alguno a la disidencia y a
la oposición ni,
por supuesto, a la alternancia.
Así
pues, la
libertad
de expresión, junto
con la verdad, fueron
la
primera víctima de
la
ambición del césar.
No
se nos olvidan las palabras de aquel
mayoral
de Marlaska revelando,
durante una
rueda de prensa en la
Moncloa,
que el instituto armado trabajaba
para "minimizar
el clima contrario a
la gestión de crisis por parte del Gobierno (…)
y
la desafección a instituciones del Gobierno".
Declaraciones
corroboradas después por la
propia ministra portavoz
del Gobierno:
"No
podemos aceptar que haya mensajes negativos, en definitiva falsos".
Luego siguió el señalamiento y persecución de medios, periodistas
y
ciudadanos por sus opiniones disidentes.
Sin comentarios.
A
eso siguió
la
voladura de la
ya periclitada, si
no herida de muerte desde
1985, separación de poderes; sometiendo
al Poder judicial
a
su despótica ambición, mediante el belerofóntico recurso -que
diría Juan Benet- de designar, contra lo dispuesto en la
Constitución, a la totalidad de los miembros de su órgano de
gobierno, y de transformar, por el mismo procedimiento, el Tribunal
Constitucional en una sectaria tertulia tabernaria de ignorantes del
derecho y enemigos de la justicia
y la libertad, pero
de inquebrantable obediencia a los propósitos del dictador.
Respecto
al legislativo, convertido de nacimiento, por mor del sistema
electoral partitócratico, en mera correa de transmisión del
ejecutivo, sólo faltaba ratificar, para
que no hubiese duda de quién manda,
su degradación y subordinación con inequívocos signos de
humillación y
sometimiento.
Y lo hizo al modo fernandino, me refiero a Fernando VII, el felón
que en tantas cosas le sirve de ejemplo y guía, y, así, como aquél,
encumbró a zapateros
remendones,
mozos de cuadra y aguadoras,
a la dirección del Congreso y de sus servicios jurídicos;
asesorado, sin duda, por esa lumbrera andaluza (hombres
de luz, que a los hombres…)
socialista que, en los albores del régimen, fijó la doctrina que
luego habrían de seguir todos ellos de manera inquebrantable: “No
hace falta que sepan, que sean dóciles y sumisos.”
Siguiendo
en esa línea de control y
sumisión,
colonizó
en su beneficio las altas magistraturas del Estado, como la Fiscalía,
el Consejo de Estado, el Tribunal de Cuentas, etc.; y parasitó
empresas e instituciones públicas enquistando en la dirección de
las mismas a amiguetes y correligionarios de su cuerda: Correos,
Renfe, Puertos, Hipódromos, Paradores, CIS, CNMC, RTVE, Patrimonio
Nacional, Agencia EFE, y un largo etcétera; nada, absolutamente
nada, siendo público, pudo librarse de quedar sometido a sus
arbitrarios designios; ni siquiera las embajadas, imagen del Estado
en el exterior, y la prestigiosa carrera diplomática, pudieron
salvarse
de su despotismo, y le sirven ahora
de regalía
-como consuelo y prenda-
para ángeles
caídos.
Por supuesto que quien así actúa no deja desamparada a la propia
familia; y, así, sabemos por la prensa, escasa prensa, que el
autócrata ha beneficiado con influencias
y recursos
públicos, a padres, hermano, esposa, y suegro. ¡Ay de Rajoy si se
hubiese atrevido!
Con
tales criterios, ignorantes del mérito y la capacidad, la iniquidad
suele venir, inexorablemente, acompañada de la incompetencia y de la
inepcia. Así, entre los logros más significados de un Gobierno de
sectarios e ineptos, no es de extrañar que se encuentren la
excarcelación de terroristas con delitos de sangre, la reducción de
condenas a más de mil violadores y agresores sexuales, o que el
precio del MW/hora llegara a los 600 euros, que la gasolina superara
los dos euros el litro, el aceite los 10 euros, o que la carne, el
pescado o la fruta, se hayan convertido en artículos de lujo, y que
la desmesurada deuda pública hipoteque sombríamente el futuro de la
nación y de las generaciones venideras.
Nada
de lo expuesto en este sintético repaso de los cinco años de
dictadura sanchista, pese a ser tan desolador, importó a sus
votantes que, en 2023, siguieron votándole.
Consciente
de ello, es
decir, por un lado, de que ya nada hay en el Estado que escape a su
despótico control y ose o pueda oponérsele, y, de
otro,
que existe una
masa incondicional de seguidores, dispuestos
a aprobar
y justificar
el uso de cualquier medio, por abyecto que este sea, con tal de que
sirva para seguir en el poder e impedir la alternancia política, se
embarca ahora en
lo que ha de ser su
último reto: liquidar la Constitución y
desmembrar
España, y, de
paso,
la monarquía. Acaba
de comenzar, con la tramitación de la ley de amnistía, la
representación del primer acto de este infame drama. El
Gobierno y sus socios hablan ya sin tapujos en el Congreso de la
plurinacionalidad del Estado; ciscándose en las doradas letras de la
Constitución, que proclama que la
Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación
española, patria común e indivisible de todos los españoles.
Peaje
que, aunque gustosamente, ha de pagar a aquellos que -con lo
que el propio dictador ha denominado dictadura de la mayoría-
han contribuido a adulterar el resultado de las elecciones, alzando
al trono al derrotado. Que esto suceda, no importará en absoluto a
sus votantes, más bien, al contrario; pues, como refería sir Walter
Scott, citando a Cromwell, son servidores de la Providencia, es
decir, partidarios del Gobierno que triunfa, sea cual fuere.
Por
nuestra parte, digo la de aquellos excluidos del paraíso sanchista,
los del otro lado de su muro, no nos queda más remedio que resistir
hasta el deliquio, cada cual con sus armas, con el ejemplo, con la
pluma, con el testimonio, con la palabra, antes que vernos, como
mansos bueyes, complacidos o resignados bajo el yugo del tirano.
Diciembre
de 2023