GRITO DESALENTADO

 En estos días sombríos, en los que la mentira –imperatrix mundi- nos conduce firme, mansa y estúpidamente al abismo totalitario, o, por decirlo poéticamente, con las palabras de Sir Walter Scott, en los que la niebla esconde el precipicio a los que están destinados a rodar por él, una mezcla de desconsuelo, rabia e impotencia agarra la olvidada pluma y garabatea estas letras.

¡¡Nos han  robado la Atención Primaria!! La cleptómana partitocracia que nos gobierna (aquí y allí) nos ha desposeído subrepticiamente de lo que pregonaban ‘joya de la corona’ (¡Ja!); que, por cierto, pagábamos a precio de diamante. Por nuestro bien, han dicho. Enmascarando la infamia, como cínicamente acostumbran, con un velo de virtud. Dicen los amos que es para proteger el sistema. Para protegernos a los viejos y a los desvalidos enfermos del más que probable riesgo de contagio que conlleva entrar en un centro de salud. Para proteger a los médicos de todos nosotros. Incapaces, pues, de organizar un servicio público esencial con las debidas garantías profilácticas. Nos toman por imbéciles, tal vez con razón. Y por cabestros. Parejamente a impedir a los médicos pasar consulta y examinar a los pacientes, ¿se les impide acaso hacer vida normal de ciudadano? Las mismas autoridades que nos privan de la asistencia sanitaria para protegernos de contagios a médicos y pacientes ¿Impiden, acaso, a unos y otros, ir a un bar o un supermercado o  pasear por la calle o coger el metro o el autobús o jugar al parchís con los amigos o bucear o hacer surf? ¿O resulta que todas esas actividades se pueden llevar a cabo con garantías y, sin embargo, no se puede hacer lo mismo en un centro de salud? No cuela. Excusas, mentiras, incompetencia y desvergüenza.

El virus ha mutado…ha mutado en excusa idónea para justificar lo injustificable y ocultar la quiebra del sistema, su vergonzosa incapacidad. El virus ha mutado en coartada perfecta para inútiles, ladrones y sátrapas.

Y resulta llamativo, e indignante, que tamaño expolio no haya levantado una tormenta de protestas en los medios de comunicación, ni que esas sensibles asociaciones o mareas blancas o multicolores hayan incendiado las calles, como acostumbran. Y no digamos ya las asociaciones de jueces o fiscales para la demagogia, con su exquisita tutela. El golpe se ha cubierto con un manto de silencio, inusualmente quebrado para la disculpa y la justificación, nunca para la crítica. Silencio de cementerio, pues, apenas deslucido por el balido del rebaño. Indigna también, y sorprende, el silencio y mansedumbre de los doctores, con sus juramentos hipocráticos de mercadillo, abandonando a su suerte a los pacientes. Cómo pueden aceptar eso sin rebelarse, cómo sobrellevar ese peso en sus conciencias, me pregunto. Y no hallo otra respuesta que considerarlos también víctimas de esta cleptocracia, que ha conseguido corromper a toda la sociedad sin excepción. La corrupción moral, este cáncer del que no nos libramos. El arma de la mediocridad, como afirmó Balzac.

No soporto –me digo- ser como el niño de la parábola de Bertold Brecht, al que un inmisericorde preceptor despojó de su única moneda por causa de su sumisión a la injusticia. No quiero; al menos, sea este mi grito.

Sombrío septiembre de 2020.