Creo
que a estas alturas ya nadie ignora que el gobierno de Lázaro Estornudo es un
gobierno de impulsos espasmódicos y extravagantes y de ventoleras y
ocurrencias. Y del mismo modo, creo que existe amplio consenso –como gustan
decir políticos y cronistas- en que la más ocurrente es, sin duda, mi paisana
la inefable Carmen Calvo. Y creo, asimismo, que nadie en este país es ajeno a
la última (digo en el momento de escribir estas líneas) de sus ocurrencias, me
refiero a ese disparatado proyecto de criminalizar en el código penal, como
delito de violación, toda relación sexual que no haya sido precedida de un sí explícitamente
proferido por la parte femenina del consorcio o, en términos marxistas,
grouchomarxistas, la parte copulante de la primera parte.
Pasemos
por alto que en esta ocasión a doña Carmen se le olvidó poner un poco de color
socialista a su propuesta, que formuló en blanco y negro como si fuese de
derechas; o sea, que se olvidó esta vez de los mariquitas.
Pues
bien, leyendo una novela de Thomas Hardy –uno de los más grandes escritores de
la literatura inglesa y universal- me encuentro con una escena que viene
pintiparada para la ocasión. La protagonista y su enamorado pasean en barca; su
mutuo amor no ha sido declarado y las circunstancias han determinado que deben
separase al día siguiente, tal vez para siempre. El joven enamorado, consciente
de que se halla ante la última oportunidad para que su amor fructifique,
decide, dicho vulgarmente, pasar a la acción. Esta es la escena, según la
cuenta Thomas Hardy:
“…tomó su mano derecha en la suya y ella no la
retiró. Puso la izquierda en la nuca de la muchacha, hasta casi alcanzar su
mejilla izquierda, y no fue rechazado. La acercó suavemente y, cuando sus
labios estaban a punto de juntarse con los de Cytherea, en el mismo instante,
como si un embrujo le hubiera inmovilizado, formuló en un susurro tímido una
pregunta que era igual para él que para ella: ¿Me permites?
La intención
de Cytherea fue decir ‘no’, una negativa tan desprovista de entidad y de
firmeza que la naturaleza apenas la reconocería; en otras palabras, un ‘no’ tan
cercano a la frontera del ‘sí’ que podría haberse entendido como afirmación.
(…) Cytherea temía a la vez la reacción
de Edward. Sin embargo, apenas tuvo tiempo de dudar, pues, en menos de un
latido, él la besó. Y luego siguió besándola, más largamente. (…) Te amo y tú me amas, murmuró él. La joven no
lo negó, y todo parecía estar bien…”
Si
por la jauría feminazi fuera, esto –la expresión de un amor mutuo- sería
delito. Esta historia no habría sido posible y Thomas Hardy sería perseguido y
encarcelado por apologeta del heteropatriarcado criminal. Sus obras serían
sacadas de las bibliotecas y quemadas en las plazas y su nombre sería borrado para
siempre de las enciclopedias (¿les suena?).
¡Pobre
Hardy! Qué digo, ¡pobre España!
Agosto, 2018