Ningún observador atento podrá negar que en este
país seguir las tertulias políticas -presentes, sin excepción, en todos los
medios de comunicación de masas- constituye el acto supremo de participación
democrática. Y el único. Y no, ingenuo y desocupado lector, no se me olvidan
las urnas; pero ¿acaso puede usted elegir a los que ha de votar?
Las tertulias, pues; otra cosa no queda, si le
interesa saber hasta dónde puede llegar la estupidez humana. Es el caso que de
un tiempo a esta parte viene oyéndose en éstas el runrún incesante sobre la
necesidad o no de una reforma constitucional. Y no estaría mal el debate si no
fuera –otra vez- porque está desenfocado y sesgado. La cuestión fundamental
está, en primer lugar, en diagnosticar el origen del mal. Y es aquí donde, a mi
juicio, se yerra.
Luego, en segundo lugar –y ahí sí entraríamos en el
tema de la reforma- tal vez nos convendría, entre otras cosas, cambiar al que,
en 1978, elegimos garante de la Constitución y, por tanto, de nuestros derechos
y libertades. Hace tres años escribí sobre el tema (¿Quién
debe ser el guardián de la Constitución?), no voy, por tanto, a repetirme. Considerando
que los miembros del Tribunal Constitucional son designados por el Gobierno y por el Parlamento -es decir, por la oligarquía partidaria-,
sólo repetiré unas palabras de Kelsen: "sólo una cosa parece estar fuera de discusión, algo que es de una
evidencia tan primaria, que casi parece innecesario destacarla... que el
control de la constitucionalidad... de los actos del Parlamento o del
Gobierno... no pueda ser transferido al órgano cuyos actos deban ser
controlados... Pues sobre ningún otro principio jurídico se puede estar tan de
acuerdo como que: nadie puede ser juez de su propia causa".
Pero volviendo a lo primordial, el problema no está
en la Constitución sino en su falta de cumplimiento y en su aplicación
torticera y depravada.
Ya lo he dicho –como casi todo; y, como casi todo, ya estaba dicho por
otros-, la Constitución es papel mojado, desde el primero al último de sus
artículos. Para lo que vale, mereciera haber sido escrita en un rollo de papel
higiénico o en las servilletas que los padrastros de la patria emplearon sin
duda a centenares para limpiarse los hocicos de tanta grasa de lechón y jabalí,
como se metieron en el parador de Gredos. Y aún mejor hubiese sido, si después
el viento las hubiese esparcido por toda la piel de toro patria –como ocurría
con los augurios de la Sibila de Cumas- y el azar se erigiera así en legislador
caprichoso. Justicia poética.
Y es que, después de meter las narices en la Memoria del Tribunal
Constitucional recientemente presentada, la indignación me toma y vuelve a mí el
sentimiento de que nuestro sistema político no es sino una gran farsa, un
cuento –no precisamente contado por un loco, lleno de ruido y de furia, como dijo
Faulkner- sino por unos listillos que pretenden hacernos creer que esto es una
Nación, que el rebaño manda –perdón, quise decir Pueblo-, que elegimos a nuestros
gobernantes, que gozamos de derechos y libertades públicas y que, por si acaso,
instituciones incorruptibles los garantizan y aseguran frente a abusos o
incumplimientos. Pura ficción. Cuentos.
No quiero agobiar con cifras. Sólo un dato: el 99 por ciento de los
recursos de amparo no son admitidos a trámite. Y del 1 por ciento admitido sólo la cuarta parte son estimados;
o sea, un 0,25%. Según estos datos, parece que vivimos en el País de las
Maravillas, que no hubiera aquí ningún poder público que actuara
arbitrariamente y que los derechos y libertades de los ciudadanos fueran
exquisita y escrupulosamente respetados. Y es que, probablemente, el público no
sabe que el TC no está ahí para garantizar sus derechos. Eso es lo que nos han
hecho creer. Y esconden y callan.
Hasta los perros saben que en este país las leyes –empezando por la Primera-
valen menos que sus orines; y que la justicia sólo es accesible a los pobres y
a los ricos. Unos porque pueden pagarla, otros porque se la pagamos los que precisamente
no podemos acceder a ella: la inmensa clase mediocre –que no media- de este país,
los trabajadores asalariados. La Justicia –y en eso parecen estar también de
acuerdo todos los partidos- es uno de esos servicios públicos que has de pagar
dos veces. Una, lo necesites o no, con tus impuestos; y, otra, cuando lo
necesites, con las tasas y costas, etc… Como casi todos los demás: la sanidad,
la educación, las infraestructuras…; hasta para cobrar pensión de jubilación nos
recomiendan ya las autoridades que suscribamos un plan privado de pensiones.
Más cuentos.
¡Y luego quieren que les votemos!
Mi voto, con el permiso de León
Felipe, es este: No me contéis más cuentos, me sé todos los cuentos…
Junio, 2016.